Tras la visita a Codés, la víspera de Pentecostés, volviendo por San Gregorio y Piedramillera-Oco-Olejua, esta es nuestra segunda salida tras la entrada en la segunda fase de confinamiento. Abril fue un mes lluvioso, a medida de su refrán más popular, y mayo fue el más caluroso desde 1965, con varios lluviazos tormentosos. Asi que el campo está todavía lujurioso más que lujoso, con los trigales todavía verdes o semiceriondos, y los cebadales, ya a medio tostar, muchos de ellos con grandes rodales de espigas caídas o tumbadas por el golpe de las tormentas. Los viñedos de la zona media están también frondosos, en la delicada tarea de la ligadura, con los pámpanos propicios para deshijuelarlos (Navarra) o desnietarlos (La Rioja). Y la autopista que nos lleva hasta Caparroso está tan ornamentada de retamas deslumbrantes como la del Camino. Asi que, con un cielo con sol y algunas nubes, todo hace que la mañana sea una gran fiesta de primavera.
Pasado el poblado de Rada, en cuyo centro se arracima la gente, con pocas mascarillas en las caras, el damero de los campos de arroz nos lleva de sorpresa en en sorpresa: una lámina de agua azulada en algunas cuadrículas; otras a medio llenar, y unas pocas con los primeros tallos del arroz asomando la cabezuelas. Como de costumbre, dudamos sobre el camino a la laguna, hasta que un grupo de senderistas nos lo asegura. Nos parece hoy que la vegetación es más espesa, que los pinos han crecido, que el sotobosque está verde que nunca. Pero ya está ahí la laguna, cercada por todos los lados por espesos carrizales, dominados por carrizos, espadañas y juncales, donde cantan sin cesar las currucas carriceras que nos deleitarán todo el rato. Damos una vuelta rodeando el vaso, pero no nos paramos ni en los merenderos, ni siquiera en el observatorio de las aves, que suponemos clausurado en este tiempo pandémico. Y nos subimos a la atalaya, uno de nuestros lugares favoritos para contemplar la balsa, la silueta del poblado, que un día fue de repoblación, y los espejos verdes de los arrozales. Allí, lejos (más por tiempo que por espacio), al nordeste, los huesos blancuzcos de la Rada medieval, a la intemperie.
A nuestra espalda y a nuestros lados crece y se espesa, sobre unos altillos irregulares la masa de pinos, varios cipreses itálicos y algún que otro abeto, y todo un sotobosque de lentiscos, coscojas, carrasquillas, aliagas, escambrones, espliegos, romeros, tamarices, albardines o espartos bastos… Pero el rey del lugar es el elegante pino carrasco o carrasqueño (alepensis), verdiclaro, de tronco tortuoso, copa lobulada, ramas alargadas, acículas finas y flexibles, piñas altas, macizas y verdosas. Árbol cadañego, termófilo, xerófilo (adaptado a terrenos secos) y heliófilo, poliniza y disemina con ayuda del viento. Un vientecillo suave, primaveral, fresco de tormenta cercana, nos trae el olor de este pino oriental de Alepo, sólo sofocado por el olor de las matas de romero, cuando pisamos al subir o bajar.