Leo un informe bien documentado sobre los católicos belgas, sobre aquella «católica Bélgica», que yo ya no conocí durante mis años de parlamentario europeo. De aquel esplendor misionero, teológico, pastoral (Mercier, Suenens, Cardjin, Leclercq, Aubert, Moeller, Lovaina…) han pasado a la división, la tensión, el olvido de la herencia, que tantos esfuerzos durante siglos costó. Sus débiles gobiernos federales siguen aún financiando a todos los ministros de culto, pero junto con la vecina Holanda, un día calvinista, Bélgica pasa por ser uno de los países de tradición cristiana-católica más descristianizada y con una legislación más avanzada en lo que a costumbres de refiere. Las cifras de los ritos de paso son muy bajas, la misa del domingo no pasa del 7% de asistentes, mientras el número de musulmanes nativos crece, hasta llegar al 33% en la capital Bruselas. Sólo la conferencia episcopal sigue unida en Bélgica, verdadero milagro, donde todo se dirime en flamencos y valones. Pero no saquemos precipitadas conclusiones ni empleemos palabras altisonantes. Todavía en Valonia, la parte menos tradicionalmente cristiana, de mayoría secularmente socialista, hoy ya liberal, el 43% de la población se considera cristiana, mientras la CAL (Centro de Acción Laica), una institución reciente, de clara influencia masónica, una verdadera iglesia laica organizada, no pasa del 1%. Por otra parte, los belgas parecen apartarse de la parte institucional de su religión más que de su contenido metafísico-religioso. Y una nueva iglesia invisible, renovada sin cesar, con 208.000 fieles activos (el 2´5% de la población total) crea la nueva Iglesia del futuro.