Era el 31 de diciembre de 1952. Jesús Azanza, mi compañero de Estella, había cumplido 16 años el día anterior y yo los cumplía al día siguiente. Abre la carta con un Querido Churi [apodo cariñoso, con que me llaman en el curso], y se pone a escribirme mientras oye el discurso del alcalde Madrid.
Me dice que ha recibido nueve cartas y aún espera alguna más, pero ninguna me dice cosa importante…, me confiesa. Tú solo -prosigue- me has escrito una carta sincera, quizá demasiado, como son todas las tuyas. Tienes razón cuando dices que no ves la santidad debida en los superiores y profesores del Seminario. Es verdad, y yo mismo me desaliento cuando veo ciertos actos de ellos, pero ¿qué le vamos a hacer? ¿Acaso los podemos ver en otro lugar? Me estoy convenciendo cada vez más que lo esencial de la santidad no está en un comunismo, por decirlo así, es decir en una colaboración, sino en el trabajo personal. ¿No te parece que solo a vida de Jesucristo es bastante ejemplo y modelo para lo que deseas alcanzar? Ya sé que me comprendes, como te comprendo yo, pero, si por lo menos, pudiésemos tener esta idea continua, si nos dominase por todo el día la idea que concebimos en la meditación o en la comunión, pero no puede ser, apenas salimos de la iglesia ya se está llenando nuestra cabeza de ideas y planes que dejan muy bajo nuestro ideal sacerdotal. ¿No es verdad? En la oscuridad terrible que de vez en cuando hace vacilar a nuestra alma apenas podemos vislumbrar a lo lejos la luz de nuestro ideal. Creo que el mero hecho de aguantar la renuncia al mundo en estos a;os aciago de la juventud es motivo suficiente para justificar nuestra vocaci’onsacerdotal.