Tarde calurosa de agosto. Tranquilo y solitario valle de Izagandoa. Vamos por un carretil, circundado por holcos lanudos, avenas locas, olivardas… Campos de secano ya cosechados, rodeados de pequeños montes con quejigos, enebrales y bojerales. Debajo del concejo de Turillas, y cerca del barranco del mismo nombre, hay varias granjas de porcino, por el olor, y un tractor ruidoso remueve tierra de un bancal. Tenemos en frente el monte Muru, y ya el nombre latino lo dice todo. El castro se descubrió en los años noventa. Sus laderas escarpadas fueron cómoda defensa, excepto por el sureste, donde se habría excavado un foso, hoy solo una depresión, y levantado una muralla sobre su escarpe. En el espacio del poblado se encontraron muchas cerámicas manufacturadas y torneadas, así como molinos barquiformes y circculares, que cubren toda la Edad del Hierro. Si un día se cultivaron su cima y sus laderas, hoy una plantación de pinos ocupa las tres cuartas partes del cerro. Pero, además, una larga cerca de alambre rodea toda la propiedad, de modo que no podemos atravesarla por ninguna parte. Según Armendáriz, ya antes de la plantación del pinar, la muralla se ocultaba entre la vegetación y los numerosos majanos y armoras acumulados por los labradores. Por lo cual, tras recorrer todo su perímetro y ver de lejos la estructura del oppidum, vamos hasta el pueblecito de Turrillas, subido en una pequeña colina, con una docena de personas, una iglesita románica y un frontón siempre vacío, con pinturas infantiles de tiza en el suelo. Hoy no está junto a su casa de labranza el amable paisano con el que nos entretuvimos un día, y otros tres paisanos, que conversan en medio del anchurón, a la entrada del lugar, nos miran con extrañeza. Acabamos la tarde subiendo hasta el vecino despoblado de Urbicain, otro fundus romano, convertido ahora en una explotación ganadera, con grandes almacenes de piensos, establos y comederos para 300 vacas, donde vive una familia marroquí, guarda de la finca. La iglesia y el breve caserío, donde subsisten algunas casas blasonadas, están cubiertas casi por completo por las hiedras, su única vida.
Parecida suerte nos aguarda, otra tarde de agosto, en el castro de Gaztelu o Castillo, entre Tajonar y Zolina, llamado también La Ermita, por la antigua ermita de Santa María de Gaztelu o de la Virgen de las Candelas, que desapareció en el siglo XIX. Por nuestros habituales paseos por la zona, conocemos bien el cerro, situado a a la entrada del Valle de Aranguren, y a tres kilómetros de Irulegi, pero ignorábamos su valor arqueológico. Por cuatro caminos podemos acercarnos a él desde el Tajonar de las nuevas villas en torno al nuevo frontón y a la fuente de piedra. A 500 metros de aqui discurre el riachuelo Sadar, y unos arroyos que acaban en él y que darían seguramente agua a los pobladores celtíberos. Lo descubrió Armendáriz, que encontró abundante cerámica de la plena Edad del Hierro, así como molinos de piedra y zócalos de sillarejo de las casas. Si ya la intensa roturación del terreno había dañado en buena parte lo que quedaba del poblado, la plantación de pinos ha hecho el resto. Aunque logramos llegar penosamente a la cima del montículo por entre los hoyos de los pinos, los enebros, las hollagas, el matorral, los agavanzos y otros obstáculos, juzgamos inútil avanzar hacia las ruinas de la ermita. Tampoco nos ayudan mucho las fijas y severas miradas de las vacas, que pastan al otro lado de la valla, en la parte del cerro no ocupada por los pinos.
Mejor tarde, otro día, tuvimos en la frontera entre Artajona y Garinoain, en el castro de Oianburu (cabeza, alto, límite del bosque), al que, unas semanas antes, no pudimos llegar desde el castro inferior de Santa Cecilia, por echársenos la lluvia encima. Esta vez no recorremos en balde piezas cultivadas y vamos derechos hasta el primitivo acceso al castro, por el sudeste, que llevaba, bajo la muralla, hasta el foso septentrional, donde estaba la entrada. Su descubridor, Armendáriz, descubrió también la muralla a lo largo de todo el perímetro, reforzada especialmente sobre el foso meridional. En sus 6.000 metros cuadrados halló, bajo la exuberante vegetación que lo cubre y al mismo tiempo lo protege, fragmentos de cerámicas manufacturadas y celtibéricas, y un fragmento de dolium romano, que indica la perduración del poblado más allá de la Edad del Hierro. No se descarta tampoco que llegara hasta época medieval, de la que podrían quedar indicios de una torre. Javier considera excelente el estado de conservación y envidiable la panorámica que desde allí (650 m.) se alcanza: Alaiz, El Perdón… hasta el Moncayo, Sierra de Cameros, Sierra de Cantabria… con numerosos contactos de visibilidad con los castros próximos de Garinoain, Pueyo, Artajona, Mendigorría, Larraga, Miranda, Puente la Reina… Aunque es difícil moverse también aquí por el interior del encinar y coscojal, un sendero central abierto por los cazadores nos facilita el paso. Al salir del recinto por la vertiente norte, vemos dos grandes y altas piedras calizas, si no es una sola, caídas en el suelo. Parece ser el derribado mojón entre Artajona y Garinoain. Volvemos por el mismo sendero hasta la pista principal, que atraviesa los términos del segundo municipio. He visto al bajar una carlina, unas cucharas de pastor y las últimas madreselvas.