Lo lógico hubiera sido ir hasta el llamado Castejón de Arguedas, cerca de la carretera que va al Polígono de tiro, para visitar otro yacimiento lo más parecido al de Castejón de Ebro, ya descubierto en los años veinte, estudiado por Taracena y Vazquez de Parga en los cuarenta, y por Bienes y Castiella en los noventa. Pero no teníamos tiempo para tanto, y nos conformamos con ver cómo iban las excavaciones del castillo medieval, de las que habíamos tenido noticia en los periódicos.
Esta vez vimos, ya dentro de la villa, un indicador callejero: Balconico de los Moros. Al final de un callejo estrecho, y subiendo unas escalerillas, encontramos el estrecho sendero, que, junto a un hondo y retorcido barranco, se abre hacia la cima. Está sucio. La cuerda que unía los postes de madera que separan el sendero del barranco está rota, y en medio del camino hay una mesa tirada y alguna basura más. Caen unas gotas y en algunos tramos el sendero, muy empinado, está resbaldizo. Encima de nosotros, los pinos bardeneros. El camino se separa del barranco y nos lleva directamente a la cima del escarpe yesoso. Antes de subir el último tramo vemos el ancho foso abierto en la parte oriental del mismo, que llega hasta unas pequeñas casas, ya en terreno llano.
Subidos al escarpe, encontramos un solar ligeramente inclinado e irregular, con ciertos promontorios, todo cubierto de altas hierbas y vegetación bardenera, con huellas de las excavaciones llevadas a cabo y luego selladas para evitar cualquier daño. Falta tal vez aqui un panel interpretativo, como los que están debajo del cerro, antes de que lleguemos al hito interpretativo (código QR), junto a la piedra-pilón, piedra-púlpito, o piedra-balconico en el extremo sur del escarpe.
Pero antes de imaginar la Edad Media, los ojos se derraman por todo el espectáculo que nos ofrece este delicado día de noviembre, que no nos deja ver la barrera montana del Sistema Ibérico riojano, y apenas el Moncayo, arrebujado de nubes volanderas, y las planas de los Montes de Cierzo. Un poco mejor, los sotos fluviales con los últimos óxidos en las ramas más altas y el cinturón arbolado, todavía verde, que señala el paso majetuoso del padre Ebro, fertilizador de los campos aluviales, amarillos y ocres de los maizales, y verdes de las hortalizas y del arroz. A nuestros pies, la línea recta y prieta del poblado arguedano, sencillo y familiar, interrumpido por el bello cuerpo gótico-renacentista de la iglesia de San Esteban, con su torre guía, faro, mástil, flecha y campanario. Todavía se expande más a uno y otro lado, en los acantilados de yeso, donde se horadaron un día lás famosas cuevas–viviendas, hoy sólo atractivo turístico.
Sabemos que Arguedas, después de tres siglos y medio de dominio moro, fue liberada, un 5 de abril de 1084, en un hábil golpe de mano del rey Sancho Ramírez, dentro del último reducto islámico envolvente, que resistiría aún más de treinta años. Desde el comienzo fue sede de una de las tenencias del Reino, con el alcaide al mando del castillo, que en aquellos tiempos y durante tres siglos más lo era casi todo en una población: defensa, refugio, prestigio, factor de crecimiento, motor económico…
Ha hecho bien el ayuntamiento, en promover, con fondos locales, navarros y europeos, la recuperación posible del castillo, bajo la guía del arqueólogo tudelano Luis Navas; recuperación que se ha puesto en obra el año pasado. La verdad es que el lugar no pudo ser mejor elegido, por la escabrosidad del terreno y el dominio estratégico de los caminos y pasos aledaños. Desde el pie del peñascón, desde la calle La Peña, se pueden ver mejor algunos restos que quedan de aquel armazón defensivo: el opus spicatum, el muro de de sillería, los fragmentos de mampostería…
Por lo demás, imaginar y soñar es fácil y gratuito: los potentes muros, las sólidas torres… Una villa que tiene en el escudo un castillo tiene derecho a soñarlo como quiera. Las tropas castellanas de 1512 no pueden demoler un solo sueño.
Cae la penúltima luz sobre la huerta de energía solar, a nuestra izquierda, y sobre los bellos bancales de tierra rojiza que sostienen los pinos de repoblación. En aquellos tiempos medievales, el último sol se pondría sobre la punta de la lanza del más alto vigía del castillo.