La instrucción Ad resurgendum cum Christo, de 25 de octubre, elaborada por la Congregación de la Doctrina de la Fe y aprobada por el papa Francisco, que actualiza una disposición de 1963, nos recuerda ante todo una necesaria doctrina sobre la muerte del cristiano. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia y no pertenecen sólo a sus familias o amigos; el evento de la muerte no se puede ni ocultar ni privatizar; las tumbas son lugares de oración, recuerdo y reflexión. Y hace bien en criticar el indigno trato recibido a las cenizas, convertidas en piezas de joyería u otros artículos de recuerdo, y todavía más los malentendidos panteístas, naturalistas o nihilistas, que envuelven algunas de estas prácticas, y que son abiertamente anticristianos. Ahora bien, hay en la instrucción detallles que no me parecen ni riguorosos ni muy apreciables. Tampoco, la verdad, la figura tan conservadora del presidente de la Congregación, el cardenal alemám Müller, y de algunos de sus colaboradores, ayuda mucho a la serenidad de juicio. Reafirmar la preferencia de la Iglesia por el enterramiento frente a la cremación por motivos doctrinales y pastorales no me resulta, a estas alturas, muy acertado. Prohibir taxativamente la dispersión de las cenizas en cualquier caso, tampoco me convence. ¿Hay alguna diferencia esencial entre la dispersión de las cenizas en un cementerio o lugar análogo e incluirlas en un columbario instalado en esos mismos lugares, fuera del precio de este último? Ya ha habido, por cierto, voces, como era de temer, que hablan de intereses económicos en esta delicadísima cuestión.- Prometo, con todo, seguir rexlexionando sobre la nueva instrucción, estar aento a los paeceres del Pueblo de Dios, y no cerrarme a un mejor cambio de criterio.