Muchos se cansaron de esperar
en la existencia misericordiosa de Dios
y se buscaron otras garantías de supervivencia
más acordes con los tiempos y con ellos mismos:
vivir en la memoria de unos cuantos
hasta el último pariente o amigo que no la perdiera.
Para eso hicieron muchos méritos:
escribieron libros, compusieron sinfonías,
fueron académicos, ministros, inventores.
O simplemente hombres populares o castizos.
Hicieron poner sus nombres y retratos en salones, calles y plazas,
incluso enciclopedias, y después en la Red, calculando que así
siempre habría algún curioso que los recordara.
Otros buscaron el viejo camino
de la trasmigración de las almas
buscando el argumento científico
de los niños antes del uso de razón,
que recuerdan experiencias de otras vidas.
O se resignaron a trasmigrar a un cedro del Líbano,
a un saúco o a un lindo melocotonero,
a un tigre de Bengala, una rana verde o un breve colibrí,
el más pequeño de los pájaros.
Los más tradicionales seguimos creyendo en Dios nuestro Señor,
que es Dios de vivos y no de muertos,
poque creemos que es el Creador del universo,
el único capaz de hacer el segundo gran milagro:
de un cuerpo muerto un cuerpo vivo espiritual,
que los teólogos llaman resurrección de la carne.
No teman mis amigos ateos, agnósticos, escépticos, indiferentes,
encontrarse con el Dios temible de su infancia,
con el Dios de algunas tradiciones feroces,
o el Dios labrado con su vida descuidada y sus dioses adjuntos:
el Dios de Jesús de Nazaret es el justo Dios. Y por eso, clemente.
Y por eso infinitamente más que misericordioso.
Las últimas rabietas del Dios del Antiguo Testamento terminaron
cuando Jesús volvió al seno de su Padre
tras su atroz ejecución en el Calvario.