El rico malo y Lázaro (Dios ayuda) el pobre
(Lc 12, 16-21; 16, 19-31)
Cuando un día alguien le pidió
que dijera a su hermano que partiera la herencia paterna
con él,
Jesús, el Maestro, respondió secamente:
–¿Quién me constituyó juez o repartidor
entre vosotros?
Él venía a proclamar el reino de Dios a todo su pueblo,
no a repartir, como hacían los maestros de la ley,
herencias terrenas.
Por eso les mandó guardarse de toda codicia
y añadió la breve parábola
-tema ya conocido en los libros
proféticos y sapienciales-
de aquel hombre rico, al que sobraban las cosechas.
Pensó en ampliar los graneros para el trigo,
la bodega para el vino y el trujal para el aceite,
y así poder vivir tranquilo y feliz muchos años:
–Descansa, come, bebe y banquetea,
se decía a sí mismo.
Pero Dios le dijo un día:
-¡Necio! esta misma noche,
te reclamarán la vida. Las cosas que preparaste
¿para quien van a ser?
Así es el que atesora riquezas para sí
y no se enriquece en orden a Dios.
Tal vez partiendo de este texto
y de otros equivalentes,
urdió el genio de Lucas la preciosa parábola
del rico malo y Lázaro el pobre,
o del pobre Lázaro y el rico epulón,
basada en un cuento egipcio demótico del siglo I,
presente también en relatos rabínicos del tiempo:
inversión de la suerte de pobres y ricos después de la muerte
y celestes heraldos venidos del cielo a los seres mortales.
Los dos compartieron una vida desigual:
mendigo llagado el uno,
yacente junto al portal del rico,
y este otro,
vestido de púrpura y lino, de festín en festín.
Los dos también probaron la muerte.
El rico fue echado en el Hades
y el pobre llevado al seno de Abrahán.
El rico condenado, avezado a mandar,
pidió por dos veces al viejo patriarca
que enviara a Lázaro el pobre
a suavizar sus tormentos
y avisar a sus hermanos vivos en la tierra
que no vivieran como él.
–Ya tienen a Moisés y los profetas,
replicó dos veces Abrahán.
Si no oyen a ninguno de los dos,
tampoco harán caso a un muerto resucitado.