Domingo era mi mejor amigo en la universidad de Navarra. Lo conocí hace muchos años en una de las reuniones de la Sociedad Hispano Alemana del Norte de España. Anteayer, leyendo su necrología en Diario de Navarra, me enteré de que murió el domingo anterior. La última vez que supe de él fue cuando me respondió a un mensaje en el que yo le preguntaba por su salud. Al dejarle en su casillero uno de mis últimos trabajos, me dijo el portero que útimamente no iba por allí. En su mensaje me decía que había tenido nuevos alifafes, pero no me hablaba de gravedad ni nada por el estilo: le contesté que me avisara cuando estuviera mejor para vernos, como solíamos, en la cafetería de la Biblioteca. Domingo era un buen teólogo y uno de nuestros mejores patrólogos españoles. Cuando comencé mi serie sobre el Anticlericalismo en la historia de la iglesia de España, fue mi mejor consejero y me ayudó mucho a seleccionar la bibliografía, la suya también. Ültimamente, me regaló su precioso libro La fe de las primeras comunidades cristianas. Domingo me ha acompañado siempre en los últimos tiempos con su criterio, animación y amistad. Después de morir mi madre, me invitó varias veces a almorzar en los comedores universiatrios. Y él solía firmar, como profesor de la UN, mi tarjeta de lector de la Biblioteca. Curiosamente, el martes pasado, encontré en una de las estrofas de las Coplas de la Vita Chrusti, de fray Iñigo de Mendoza, el nombre de un pastor llamado Domingo Ramos, y pensé en darle la buena noticia. Se la envío ahora al cielo de Dios.