Mt 11, 2-19 + ( Mc 6, 17-29) + (Lc 3, 19-20; 7, 18-33; 16, 16) + (Jn 1, 6-8, 19-28)
Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande,
tetrarca de Galilea y de Perea,
mandó meter a Juan en la cárcel,
tras haberle reprendido
por tener como esposa a la esposa de su hermano Filipo
y por otras fechorías.
Juan oyó en la cárcel
que Jesús predicaba el reino de Dios,
curando a enfermos y endemoniados
y comiendo también con publicanos y pecadores.
No anunciaba como él el castigo inminente por el fuego.
¿Acaso estaba terminada su misión de profeta?
¿Acaso era Jesús aquél que había de venir?
Eso le preguntaron a Jesús los discípulos de Juan.
Jesús les respondió sincero
diciendo la suerte de los ciegos y los sordos,
los cojos, los leprosos, los muertos y los pobres,
mostrándoles las obras que Dios hacía por su mano
en favor de los últimos paisanos de su pueblo.
Y le pidió confiar en él.
Jesus elogia a Juan como hombre de valores inflexible
-no una caña agitada por el viento-,
hombre austero, sin regalos palacianos
-y todos pensaron entonces en Antipas-,
profeta y más que profeta,
el mayor entre los hijos de mujer
antes que él anunciara el Reino de Dios.
Juan y Jesús, cada uno a su estilo y con distintos mensajes,
llamaron a todos los judíos
a escuchar la palabra de Dios.
Pero estos, como niños enfadados, que no quieren jugar en la plaza,
llamaron a uno endemoniado
y al otro borracho y comilón,
rechazando de plano la llamada.