Lo visitamos cuando Javier Armendáriz dio la noticia de su descubrimiento. Pero lo teníamos muy borrado en la cabeza. Así que, tras visitar el de Gazólaz, nos dieron prisas de verlo otra vez. Y, una de las últimas tardes de marzo, soleada y suavemente ventosa, pusimos rumbo al Alto de Santa Cruz o de la Cruz -por una ermita, ya desaparecida-, cerca del barrio de la Venta, en el Concejo que lleva su nombre. Cuando llegamos, leemos ¡que hasta aqui no se puede venir en coche! ¡Vaya por Dios!
Al pie del cerro, poblado de pinos de repoblación, hay un panel con los datos esenciales del campamento. Se agradece mucho costumbre desconocida en otros Valles, en otros Ayuntamientos. La senda, que sube segura, parece ser la entrada primitiva al recinto. En ella encontramos las primeras flores de la primavera: primaveras, adonis vernales, verónicas, margaritas, violetas… A derecha e izquierda, el pinar está muy sucio, lleno de maleza. Un rayo, como en Gazólaz, arrasaría esto en pocos minutos. Llegados a la cima, al agger (campo), el bosque se aclara, y lo rodeamos por todo el perímetro, siguiendo una estrecha senda, recorrida y hozada por los jabalíes, como es fàcil comprobar. Como al final de cerro, una alambrada con su correspondiente mojón nos cierra el paso, atravesamos el pinar para contemplar la parte oriental del otero, frente al castro de Irulegi. Desde el extremo suroccidental, encima del foso vemos, como nunca habíamos visto, todo el complejo del Centro de Tratamientos de Residuos Urbanos de Góngora, con sus parcelas selladas y las todavía activas, que se cerrará definitivamente en junio de 2024, y que, desde enero de 2023, no recibirá más vertidos. Unos buitres bajos merodean encima del vertedero.
Al arqueólogo descubridor le valieron, aparte la fotografía aérea, que resalta claramente el rectángulo del agger, las condiciones topográficas de estas tres hectáreas de superficie para levantar la probabilidad del campamento romano de campaña: su altitud relativa; sus laderas escarpadas, que hacen más fáciles los terrapienes y los fosos, que se hallan en los dos extremos del flanco meridional; su buena visibilidad; sus excelentes comunicaciones… Pero tanto como todo esto o más todavía debió de influirle la noticia de haberse encontrado, en una colina, cerca del pueblo de Aranguren, dos glandes, proyectiles de honda en plomo con letrero de Sertorio –Q Sertor/procos: Quinto Sertorio, procónsul- y una placa de bronce con inscripción ibérica, hoy todo ello en el Museo de Zaragoza. Armendáriz, en un comienzo, se inclinó por el campamento pompeyano, del supuesto fundador de Pompelo y vencedor de Sertorio, pero hoy, como el resto de los arqueólogos, se decanta por el sertoriano, maxime teniendo en cuenta el cercano oppidum celtíbero de Irulegi, destruido por elsosbrino y servidor de Mario, a dos kilómetros y medio al oeste, ciudad fortificada de la Edad del Hierro, mucho más importante que el oppidum prerromano que después fue Pompelo, y que seguramente jerarquizó y estructuró durante muchos años la ordenación territorial del poblamiento en este fértil llano entre montañas, lleno de pequeños castros de parecida índole.
En el recorrido visual por los cuatro puntos cardinales, cerrado por el corro montañoso que cerca la Cuenca (la concha) de Pamplona, nos fijamos, allí, en el extremo ocidental, en otro cerro pinoso, esta vez quemado, que es el Alto de Gazólaz. Si allí hubo otro campamento romano, como el otro día recordamos, el juego de señales entre aquel y este pudo ser muy real durante el día y durante la noche.
Al regreso, y mientras tomamos un tentempié, al penúltimo sol de la tarde, pegamos la hebra con un señor, setenteño o setentón, que viene con su perro de dar una vuelta. Es un ingeniero naval, antiguo marino, natural de Cáseda, que vivió en San Sebastián y vive ahora en este barrio del Concejo de Aranguren. Y con él hablamos de romanos, de nombres vascos, del barco varado en el estrecho de Suez, de Cáseda y de la ermita de San Zoilo… y sus grafitos de la conquista de Túnez (1535).