No llegamos en su día, viniendo de la villa de Castejón, a encontrar el Castejón de Arguedas, al cual nos acercamos hoy, mediados de abril, con un buen sol restado por un cierzo severo. La villa de Arguedas está confinada y no hay un alma en las calles. Solo una pareja de mozas va paseando por las afueras del pueblo y luego, en el patio del Centro de Información de las Bardenas Reales oiremos a varios adolescentes acusarse entre risas de saltarse el confinamiento.
El Castejón de Arguedas es un cerro testigo de yesos y arcillas grises sobre la llanura aluvial de limos y cantos rodados del Ebro, de más de 16.000 metros cuadrados; fortificado por sus pobladores celtibéricos y ocupado después en tiempos romanos. Fue descubierto en 1926 por el archivero, periodista e intelectual navarro Jesús Etayo, quien lo puso en manos de la Comisión de Monumentos; lo estudiaron en los primeros cuarenta Taracena y Vázquez de Parga, que identificaron tres poblados superpuestos. Treinta años más tarde, volvió sobre él Amparo Castiella, y en 1986 el arqueólogo tudelano Juan José Bienes encontró a unos 400 metros de distancia un cementerio de incineración con estructuras de adobe, de la Primera Edad del Hierro. Los investigadores se hicieron en el yacimiento con numerosos vasos y cuencos manufacturados y torneados de estilo celtibérico, uno de ellos con inscripción ibérica; fragmentos de molinos; vajillas romanas; monedas de Tiberio; bronces, ladrillos y tégulas de la época alto-imperial… Seguramente los pobladores del castro no bajaron al somontanoa vivir, como hicieron otros muchos de la época, por temor a las avenidas del Ebro, que entonces pudo pasar mucho más cerca. También el cercano río Limas pudo ser, con mayor caudal, otro proveedor de agua.
La fuerte erosión de muchos siglos -vientos, aguas, torrenteras- ha hecho de las suyas. Y el habitual paso por las deforestada superficie del rebaño, que se aprisca desde 1885 en en un corral, de nombre Castejón, al noroeste del castro, para cuyo suministro se construyó, hace años, en el flanco oriental un depósito de aguas, ha terminado por desfigurar casi completameente el yacimiento.
Pero nosotros ni siquiera hemos tenido la suerte de comprobarlo in situ. Llegados por fin al lugar exacto, nos damos de bruces, al pie bardenero del cerro, con una larga y reforzada valla de alambre de espinos, y cadenas en las antiguas puertas de la misma. Recorremos el perímetro oeste-sur y no encontramos resquicio alguno de entrada. Al sureste, vemos, debajo del depósito de aguas, una vacada rubia pastando en los alrededores del monte, seguramente en un nuevo espacio del mismo corral. Así que abandonamos el empeño y nos adentramos en la Bardena blanca, ahora que está verde de cereal y florida de vegetación esteparia. Yantamos cerca de un balsa, donde oímos pájaros, pero a donde no nos acercamos, según nos avisa el panel, para no molestar a las aves nidificantes. Más tarde, volvemos por el mismo camino y nos adentramos en la colorista Bardena de Fustiñana, donde identificamos, cerca de la muga con Aragón, prohibido por la pandemia, otros dos castros prerromanos: el Cabezo de la Modorra, y, a dos kilómetros más al interior, la Mesa/Cabezotinaja.
Aqui no hay vallas y no parece que ningún corral sea propietario de los castros. Otro día los escalaremos.