La tradición de que Jesús de Nazaret curara ciegos es, junto a la de los exorcismos, una de las más antiguas y consistentes de la comunidad cristiana. La curación del ciego de nacimiento -lectura del evangelio de este domingo IV de Cuaresma- se contiene en la narración del evangelista llamado Juan (no el discipulo de Jesús), que aprovecha el hecho para abrir un debate sobre las curaciones en día de sábado, pero esto parece una adición secundaria. El milagro no parece tener conexión con ninguna otra curación similar y es uno de los dos prodigios que el evangelio de Juan sitúa en Jerusalén. Es una tradición muy temprana de una comunidad muy primitiva, que conocía bien la zona de la piscina de Siloé, única mención de la misma en los milagros del Nuevo Testamento. La utilización de la saliva para hacer barro no aparece en ningún otro relato semejante. El barro simboliza la ceguera, que queda lavada y limpiada por el agua del estanque, al obedecer el ciego el mandato de Jesús, siempre al servicio de los más débiles y necesitados, de los últimos. Todo ello acredita la historicidad de esta tradición, en cuanto nos es dable conocer. Sin embargo, los autores ponen en cuestión el hecho de que el curado fuera ciego de nacimiento, teniendo en cuenta la proclividad de Juan para subrayar los elementos prodigiosos de las señales del Maestro, y su teología peculiar, que simboliza la humanidad, nacida en las tinieblas totales, que Jesús viene a iluminar.