En el ciclo, organizado por el ayuntamiento de la villa navarra de Monteagudo, me tocó el otro día hablar sobre la Transición española por excelencia, en Navarra y en España (1975-1982). Y hablé de cuatro consensos claves, y de alguna falta de consenso fundamental, que todavía estamos pagando. No todo fueron aciertos, a mi modo de ver, y nuestra ignorancia, ingenuidad, espíritu utópico y otros excesos o carencias nos jugaron algunas malas pasadas, pero, en general, fue el mejor período de nuestra historia, al menos en cuanto alcanzamos a conocerla. Eso, esencialmente, les dije. En el coloquio salieron a relucir dos temas obsesivos, propios de estas últimas semanas: la ley de memoria histórica y la educación para la ciudadanía. Creo, por lo que me dijeron, y sobre todo por lo que ví, que el numeroso y atentísimo auditorio, de todas las edades, estuvo muy mayoritariamente conforme con el contenido y con el espíritu del charlista, que habló con entusiasmo de lo que había vivido a pleno pulmón. Sigo pensando, y así lo expresé públicamente, que, considerados todos nosotros, uno a uno, la inmensa mayoría podríamos mantener, y aun mejorar, aquella positiva experiencia, claro que aplicada a un tiempo normal, no excepcional, de vida democrática, como es el de hoy, cultivando el consenso en temas capitales para toda nuestra Nación, incluso en tiempos electorales y preelectorales. Pero… llegan los más fanáticos y pillos de los políticos -los mayores responsables-, de los comentaristas, de los tertulianos, de los periodistas, de los mequetrefes, enredadores y granujas de toda laya, y el consenso, la educación, el sentido común y la sindéresis se hacen poco menos que imposibles. Así que tanto encrespamiento, por no decir la palabreja de crispación, es mayormente inducido. Algo de esto sucede por desgracia a día de hoy. Pero no es una ley física, ni un hado, ni una maldición.