Después de que el filósofo de Königsberg hubiera intentado en la Crítica de la razón pura acabar con la metafísica de la pura razón, y antes de que en su segundo gran libro abriera el portillo de la razón práctica para llegar a los más altos fines de la razón humana fuera del ámbito de la experiencia, deja en la «Conclusión» de su libro menor Prolegomena… unas páginas memorables, que me recuerdan algunas del libro Confesiones de san Agustín. Pondera Emmanuel Kant nuestra disposición natural, que tiende a libertar nuestro concepto de las cadenas de la experiencia y de las limitaciones de las meras consideraciones naturales, tan ampliamente, que vea, al menos, un campo abierto ante sí, que sólo contiene objetos para el entendimiento puro, los cuales no pueden alcanzar sensibilidad alguna. Aunque se reafirme en la imposibllidad de producir concepto alguno determinado, por encima de toda experiencia posible, de lo que puede ser la cosa en sí misma, reconoce Kant que no somos completamente libres de absternernos por completo de la demanda relativa a la cosa en sí, pues la experiencia no satisface nunca del todo a la razón; nos aleja cada vez más de la contestación de la pregunta y no nos deja satisfechos con respecto a la plena solución de la misma. Y poco más adelante: ¿Quién no ve en la contingencia y en la dependencia generales de todo lo que puede pensado y aceptado según los principios de la experiencia, la imposibilidad de permanecer en ellos, y no se siente obligado, a pesar de todas la prohibiciones de perderse en ideas trascendentes, a buscar paz y tranquilidad fuera de los conceptos que pueda justificar por medio e la experiencia, en el concepto de un ser, la idea del cual, ciertamente, no puede ser comprendida en sí misma según la posibilidad, aunque tampoco puede ser contradicha, porque corresponde a un mero ser del entendimiento, pero sin la cual la razón debe permanecer siempre intranquila? De esa disposición natural de nuestra razón ha nacido, según el autor de la Crítica de la razón práctica, la metafísica como su hijo favorito, cuya generación, como cualquier otra en el mundo, no hay que atribuirla a la casualidad arbitraria, sino a un germen originario, el cual está organizado sabiamente para los más altos fines.