Guardo en mi biblioteca un ejemplar del libro en cartón, y tela en el lomo (en rústica), El Drama de Jesús: Vida de Nuestro Señor Jesucristo, contada al pueblo, del jesuita J. J (José Julio) Martínez, director que fue durante muchos años de El Mensajero del Corazón de Jesús, revista que desde antiguo se leyó y se lee en mi casa. Está editado en 1942 por la Editorial Vizcaína (El Mensajero del Corazón de Jesus), de Bilbao, y creo que es la primera edición: hoy llega ya, en diferentes editoriales, a la 30ª. Son 416 páginas en cuarto; lleva en la portada el dibujo de Cristo como galán maduro oriental, con largos cabellos partidos sobre la frente, barba corta partida enlazada con un bigote descendente y abierto en el medio, ojos y pestañas grandes, nariz moderadamente aguileña, labios entreabiertos perfectos, y cuello alto y robusto abierto sobre la túnica. En la contraportada, un mapa en blanco y negro de Palestina. Lo recorren numerosos dibujos, a plumilla, alusivos a cada uno de los psajes, firmados por Goiko. Fue el libro preferido por mi abuelo Corpus y por mi madre, su hija, hasta el fin de sus días, aunque leyó también otros sobre la vida de Jesús. El autor del Drama confiesa en unas líneas preliminares que para escribirlo tuvo presentes los libros de su amigo y compañero Vilariño, Lebreton, Filion, Papini, Sarabia, Abad y Bougaud, algunos de ellos autores acreditados y muy populares, que muchos leíamos hasta los años del Vaticano II. Entre las hojas del ejemplar que conservo hay varias estampas de acontecimientos religiosos familiares, algunas franciscanas -mi abuelo tuvo un hermano capuchino – y los Estatutos de la Unión de Enfermos Misioneros, a la que perteneció en sus cuatro años de invalidez y enfermedad. Pero más interesantes son aún dos hojitas –Declaración Auténtica-, firmadas por mi abuelo y por mi madre, el 15 de marzo de 1932, donde , obligados por las leyes laicistas republicanas, hacen constar su expresa voluntad, respaldada por dos vecinos testigos, de que la conducción y entierro de su cadáver se celebre con arreglo al rito de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y que sobre su sepultura, bendecida por un ministro del Señor, se coloque la Santa Cruz. Volviendo al libro citado, El Drama de Jesús está escrito en estilo directo y llano, con la trascripción literal de los principales textos evangélicos, tras buscar la más fácil compaginación de todos ellos, sin aparato erudito alguno que dificulte la lectura, pero uniendo la doctrina bíblica de algunos de los autores ya mencionados con el calor y a veces entusiasmo, por ejemplo, de Giovanni Papini. El efecto de su lectura en decenas de miles de lectores fue inmenso: he leído testimonios, incluso de ateos y agnósticos, conmovedores. Lejos todavía de las exégesis y teologías actuales, se queda con lo esencial, y a veces su lectura se nos hace hoy ingenuamente deliciosa. Como este primer párrafo sobre la Resurrección: El alma de Jesús, que estaba en el Limbo, llegada la mañanita del domingo, sube a la tierra, penetra en el sepulcro, se une de nuevo con su desfigurado cuerpo, lo reanima en un instante y lo reviste de gloria y hermosura. ¡Aleluya! Como si fuese de fuego y de luz sale Jesucristo a través de la roca, se lanza triunfalmente a campo abierto, resucitado y glorioso para nunca más morir. Se aparece ante todo a su Santísima Madre, inundando de gozo su corazón, según había sido grande la muchedumbre de sus dolores. ¡Día feliz! Ha terminado el duelo admirable con que pelearon la vida y la muerte. «El Rey de la vida, después de muerto, reina vivo«… – Sin tantas lecturas y erudiciones como nosotros, que andamos, justamente, buscando las últimas conquistas exegéticas -resultado paciente y meritorio de varias ciencias-, nuestros padres y abuelos conocieron de cerca la vida de Jesús, sencillamente narrada, y le amaron ardientemente, hasta la vida entera, hasta la muerte. Felices ellos.