Dejemos que dirija la difícil tarea
el miembro respetable del Consejo,
que espera también el reino de Dios,
José de Arimatea, un hombre justo,
tal vez discípulo secreto del Maestro,
por miedo a sus colegas.
Le ha dado permiso su amigo Pilato
para descolgarle de la cruz
y enterrar el cadáver en un sepulcro nuevo,
excavado en la roca cercana.
Dejemos que le ayude su amigo sanedrita
Nicodemo,
que, una noche, fue a ver a Jesús,
y, un día, se atrevió a defenderle
delante de todo el Sanedrín.
Ha traído una libra de mirra y aromas
para cubrir el cuerpo ensangrentado,
deshecho por la cruz.
Dejemos que el grupo de criados
termine su duro y delicado menester.
Dejemos que observen a distancia el entierro
las valientes mujeres galileas,
animadas por María de Magdala,
las mismas quue estuvieron en el Gólgota
mirando de lejos la muerte del Maestro.
¡Porque no les dejaron colocarse más cerca
los soldados romanos, inflexibles,
igual que a sus parientes que estaban con ellas!
Prepararán aromas por su cuenta
y mañana temprano volverán al sepulcro.
Dejemos que la noche del Sábado
cubra compasiva
los charcos de sangre del Calvario
y el crimen más horrendo que registra
la historia de los hombres.