A estas alturas del desventurado proceso independentista catalán (¡que no de Cataluña!), no podemos perder más tiempo, después de todo lo que hemos sufrido, pensado hablado y escrito. Prefiero en este momento llamarlo esperpento, porque un esperpento no merece mucho comentario. Visto lo visto anteayer, con las turbas del extremismo independentista queriendo asaltar el Parlamento, ante una policía catalana débil y asustada, sin que hubiera un solo detenido, y visto el ultimatum del presidente Torra al presidente del Gobierno, tengo la convicción, hace mucho tiempo temida, de que la vía sublime del diálogo, del acuerdo, y de la esperanza de un arreglo democrático y constitucional es una via muerta. Con estos irresponsables políticos catalanes no hay nada serio que hacer. Lo han anunciado y previsto muchos, no sólo Aznar y Felipe González. Tiempo tendremos de comentar otras salidas, otros remedios. Pero hay algo nuevo en este momento, que no había hace un año, cuando el rey tuvo que salvar la decencia, el honor y la dignidad del Estado, de la Nación española. Sólo después vino el artículo 155, que, poco antes, no quería nadie. Y lo nuevo es que no hay en toda Europa, y tal vez en todo el mundo un Gobierno constitucional, que dependa, con literalidad política, de sus mayores enemigos (en este caso, los independentistas catalanes) para mantenerse en el poder, por muy provisional que sea, para aprobar un presupuesto y hasta una ley cualquera, y hasta para poder contestar día a día a todos los chantajes, pullas, ofensas y burlas de todo género. Y esto sólo se resuelve con unas elecciones generales. De momento.