El menhir roto de Gortasoro

 

         Día soleado y frío del último noviembre. Subimos desde Olazagutía a la mayor sierra de Navarra por uno de los puertos más quebrados y bellos de Navarra, el llamado puerto de Urbasa, cuando las últimas hojas otoñales resisten en los sombríos y el resto del hayedo luce su desnudo invernal, de una belleza natural arrebatadora. Hay bastantes coches en los aparacamientos habituales y familias con niños aquí y allí. Llegamos a la Venta de Medinagusi, dentro del rodal de casas y casetas, que anteceden al viejo, cerrado y ya destartalado palacio de Urbasa, encima del raso de su nombre, el mayor lago verde de Navara, sobre el que asoman sus cabezas algunas hayas, muchos majuelos o espinos albares y dos pequeños grupos de pinos y abetos.

Cruzamos la carretera hacia el sur y tomamos una ancha pista, bien señalizada por unos postes con flechas azules y marcados con rojo y azul, acompañados por unos pequeños hitos de ruta con la imagen de un dolmen vaciada en la madera. Pasamos cerca de un corral de ovejas, que pastan cerca, y poco más adelante, junto a tres casetas de pastores. A un lado, vemos un pequeño vallado, abierto en una langa y en el fondo la base musgosa de un haya con varios ramos  de flores, naturales y artificiales, bajo  el nombre de Fernando Garbayo, 1928, pintado en el tronco del árbol. No sabemos quién fue ni por qué se le recuerda.

El terreno despejado por donde vamos, que es un claro de bosque, se eleva un poco entre el hayedo espeso y una gran hondonada, el flanco norte del raso. Los helechos, ya descoloridos, se suben a las ramas desnudas de los espinos, como si fueran su espaldera natural. Por todo el espacioso camino se levantan miles de toperas, breves montoncitos de tierra extraída sobre la hierba, que en un espacio megalítico como Urbasa, el mayor de Navarra, uno las confunde sin querer con posibles crómlechs a cada paso. Por cierto, no solo crómlecs. Junto a uno de los pequeños hitos pensamos ver dos grandes piedras hundidas en el suelo, que se nos antojan dos ortostatos del nadir (piedras verticales del dolmen). Y un poco más adelante, en una corta y como interrumpida excavación, la imaginación nos lleva a imaginar un dolmen de corredor…

A pocos metros encontramos, tendidas en el santo suelo dos grandes  losas calizas, separadas por cinco metros. Muy posiblemente son dos partes del mismo menhir (piedra alargada, en bretón) partido, ya que una losas de las dos es más estrecha y termina en punta. Con 54 cm de grosor, una de ellas mide 3´65 m de largo y la otra 3´15. Uno de los mayores menhires de Navarra. Un gigante -¿señal de autoridad, de propiedad, de culto, de memoria colectiva?-, abatido o caído por las enormes inclemencias de los siglos. El menhir es el monumento megalítico más alto y robusto, junto a los túmulos, dólmenes y crómlecs, que abundaron sobre todo en la Europa Atlántica y en el Mediterránea occodental durante los períodos Eneolítico, Calcolítico y Edad del Bronce (5000 – 1000 a. C.) y no tiene ncesariamente un carácter funerario. Dos niños de un grupo familiar que nos precede se han hecho una foto sentados en ambas losas.

Seguimos unos centenares de metros más, admirando las hayas corpulentas, que levantan junto sobre sus raíces una especie de redondo túmulo de tierra y musgo, y desde un altillo, dominamos bien el raso de Urbasa y toda la espalda del cresterío que da al Valle de la Barranca o Sakana. Al fondo, el escarpe pelado y gris blancuzco de la sierra de Andía. En los últimos tramos de nuestro recorrido nos toca ver tres grandes lotes de troncos de hayas recién aserrados, las ramas cortadas, y arrastrados hasta aqui; tendidos también en el suelo como gigantescos menhires vegetales; parecen dispuestos para ser trasnsportados, tal vez después de ser reducidos a tamaños menores.

Regresados al punto de partida, buscamos para comer un poco de sol y de silencio. Y los encontramos cerca de dos viejos troncos vacíos de hayas, con setas marrones a los pies, cerca de una caseta rectangular, con seis vanos que dan al sur, y unas placas solares en el  tejado. Sale humo de la chimenea. Pronto llega un coche, y luego otro. Oímos hablar de chorizo y de pan. Llega un tercero, que debe de traer lo que faltaba. Nos saluda el paisano y le preguntamos si son cazadores:

-No, ecologistas.

¿Amescoanos?

El dueño de Eulate y los demás de Eulate o de cerca.

Y, sin más, se acerca y nos alarga medio chorizo de jabalí. La chimenea sigue despidiendo humo.

A la vuelta, nos detenemos, ya dentro del monte Limitaciones de Améscoa, en el llamado balcón de Pilatos, en cuyo aparcamiento hay una docena de coches. Nos anteceden dos parejas hispanoamericanas, que se sacan fotos a placer. La visión del Valle de Améscoa Baja, en un atardecer soleado como este, es dede aquí, como siempre, excelsa, nunca mejor dicho. Pero he descrito tantas veces estos lugares en mis tiempos jóvenes, que esta nueva visión también se me tiñe de nostalgia. En Limitaciones pude ver los dólmenes más voluminosos de Navarra, con los túmulos casi intactos. Buitres altos. Un pechico royo vuela de espino en espino junto al aparcamiento.