(Luc 6, 20-23; Mt 5, 3-12)
El reino inminente predicado por Jesús
no es sólo el reino final, definitivo,
para todos los benditos de su Padre.
Un cambio radical ha irrumpido en el mundo.
Una inversión total de valores y medidas:
Lo grande es pequeño,
lo pequeño es grande;
la fuerza es el mal
el amor el bien;
los propios serán extraños
y muchos de éstos entrarán
en la sala del banquete de los tiempos novísimos.
Los profetas de Israel
denunciaron los desmanes de su pueblo:
el trato cruel de los cautivos,
la venta de los pobres como esclavos,
las matanzas impuestas por los reyes,
las muchas injusticias
de los dueños del poder contra los pobres.
Jesús de Nazaret
viene a cambiar el quicio de la historia,
vinculando el tiempo y el espacio,
uniendo los eones diversos,
invitando a los hombres
a escuchar la palabra salvadora
de la nueva creación.
Dios, Padre celestial,
es un padre pródigo en perdones
y es la sola razón
del amor y la justicia,
comunidad de alianza
que se ofrece en el reino de los últimos tiempos.
Tal vez en la colina,
tal vez en la llanura,
o a la brisa del mar de Tiberíades,
en una ocasión, o en varias ocasiones,
proclamó Jesús las tres bienaventuras,
que dicen mejor que mil tratados,
mejor que las encíclicas,
mejor aún que todos los concilios,
lo que el reino de Dios
significa y comporta,
superando cualquier expectativa,
contradiciendo múltiples pronósticos,
deshaciendo un sin fin de silogismos,
pero cumpliendo a la letra
la justiciera voz de los profetas de Israel:
Dichosos son los pobres
porque de ellos es el reino de Dios.
Dichosos los afligidos
porque serán consolados.
Y dichosos los hambrientos
porque Dios los saciará.