La Asociación Patrimonio Ablitas nos presenta una de las más ricas y variadas ofertas arqueológicas que puede ofrecer cualquier población navarra: un castillo restaurado, una calzada romana ejemplar, una villa romana a punto de terminar su excavación, una iglesia, un oppidum celtíbero, una ruta patrimonial, y las rutas de la judería, de la morería y de los cristianos dentro de la villa. Como ya en otros viajes anteriores di cuenta de algunas de esas opciones, elegimos esta vez el oppidum celtltíbero, que solo lo teníamos visto de lejos.
Es una mañana navideña, que se diría de mayo. Florecen a su gusto los almendros y algunos cerezos ornamentales. Ha llovido mucho, las últimas semanas, y el campo está neto, limpio y alegre, y nos invita con todas sus fuerzas sensuales a gozar de él.
El yesoso Cabezo de la Mesa, como su nonbre indica, es inconfundible y no nos cuesta un segundo dar con él, cosa muy distinta de cuando quisimos encontrar por vez primera la calzada o la villa romanas. Ocupa una privilegiada posición geoestratégica sobre buena parte del Valle del Queiles y terrazas occidentales del Ebro. Estamos ante un poblado de 3 hectáreas dentro de las 8 que tiene la superficie de todo el cabezo, dedicada seguramenrte en aquel tiempo a la ganaderia y actividades de todo tipo. Entramos por el lado suroeste del mismo, término llamado El Portillo, por donde pasa el actual camino de Ablitas a Mallén, que fue el profundo foso excavado por los primeros pobladores en el terreno para aislar el poblado y su entorno del montecillo alargado llamado Peñadil. Con un poco de imaginación podemos rehacer parte del foso primitivo y desde ahí seguimos una pista, que nos lleva plácidamente entre espartales, escambrones y variadas plantas menores gipsófilas hasta la cima de la mesa del Cabezo, al que recubren por completo. Los trocitos de yeso del camino, con muy variadas formas, refulgen heridos por el sol y son como señales que nos aseguraran la dirección correcta.
Desde el alto de la Mesa podemos apreciar mejor los tres escarpes o farallones del Cabezo por el norte, el este y el oeste, cediendo terreno por el sur, compuesto de varios cabezos o cabezuelos. La recorremos toda hasta el punto geodésico, en la punta nororiental. Los arqueólogos nos hablan de un foso de 12 metros de anchura, hoy colmatado y cubierto por el espartal, y de una muralla de 2 metros de altura con doble parámetro de sillarejo a seco, y de unas viviendas levantadas sobre las rocas de yeso. Aquí se encontraron cerámicas celtibéricas y molinos de mano del Hierro Medio y Final. Lo que sí son evidentes, con fines defensivos, las talladuras hechas en la parte exterior de los farallones yesosos, que rebrillan al sol. Más difíciles de encontrar fueron los restos de la primera población, Bronce Final y Hierro Antiguo, perdidos por las laderas del macizo.
No hay indicios de la ocupación romana, pero sí en el llano que rodea al Cabezo, como muestra la villa romana, El Villar. La ocupación celtíbera del castro debió de coexistir con otros poblamientos menores en los terrenos aledaños: granjas, caserías, centros artesanales, que tenían el aprovechamiento común del pequeño río Mendianique y el arroyo Ginestas. Es posible que la población de la ciudad celtíbera del Cabezo, o parte de ella, se fuera a vivir al nuevo poblamiento celtíbero de Kaiskata, a partir del siglo II a. C., en el hoy vecino Cascante. También en los vecinos montecillos Monterrey y El Carasol se han enconntrado restos de alguna presencia celtíbera, que así se llaman, tal vez torres defensivas levantadas con fines de control territorial.
Si desde la terraza del castillo rehabilitado de Ablitas, las vistas eran muchas y vistosas, el pan-orama (todas ls vistas) desde aqui es grandioso: las villas del Queiles: Cascante, Murchante, polígono de las Labradas… y luego, las del Ebro: Fontellas, Cabanillas, Fustiñana, la Bardena Negra, y entre neblinas, los caseríos de Ribaforada y Mallén. Bajo la orla lejana, serrada y plateada de los Pirineos navarros y aragoneses. A cuatro pasos como quien dice, las laderas nevadas del Moncayo, fulgurantes como espejos. Más cerca aún, Ablitas, con su torre y su castillo restaurado sobre los tejados rojizos de sus nuevas casas. Y la luminosa lámina de la laguna, los vastos olivares, los verdes claros campos de alcachofas y los verdes intensos de bróculi, la inmensa torada de toros rojizos, libres por sus amplios dominios, y los viñedos del Pago de Cirsus, propiedad de un venezolano, en las faldas amoratadas de su fértil colina, con los puntos verdes de sus olivos y cipreses ormanentales, al otro lado de las viñas de los vecinos ablitero. Y ahí, cerca, ahora sí fácil de contrar, la villa romana, El Villar, cubierta con un dosel de metal y cerrada por ahora para mayor seguridad, y la modélica calzada romada, también entre cipreses romanos, junto a tres rústicos corrales, que parecen más antiguos que ella.