En el hipogeo de Longar

 

  Longar es el nombre de un arroyo o río cercano (río del Longar), que recorre, entre algunos chopos, la quebrada y el barranco, al este del megalito. A primeros de los noventa, acompañé al arqueólogo puentesino Javier Armendáriz, que acababa de descubrir, excavar y estudiar el hipogeo de Longar. En 1989, el vecino de Viana, Luis Arazuri, le había dado la pista y el punto exacto del dolmen que creía descubrir. Pero se trataba de algo más: una cámara sepulcral, excavada en la roca madre, accesible a través de una losa perforada, recubierta en su interior por un murete de piedra arenisca a seco; las tres  grandes piedras areniscas eran dos losas de la cubierta, una de ellas partida en dos y caída durante siglos sobre la cámara, colmatada luego con piedras por los habitantes del lugar. Aparecieron también los restos de un corredor previo, muy destruido por las posteriores labores agrícolas, del que sobrevivían las bases de tres ortostatos.

En los trabajos de excavación se encontraron restos óseos de al menos 114 individuos, de ambos sexos y de todas las edades (hasta los 40 años), cráneos sueltos, puntas de flecha en sílex, cuatro de ellas alojadas en diversos puntos de los esqueletos, de consecuencias mortales en tres de los casos. Se hallaron también catorce hojas y fragmentos de sílex, utilizados para la siega de cereal, un fragmento de molino plano y un pequeño cuenco de cerámica manufacturada. Y no otro ajuar de los habituales en estos sitios. Además de polen de cereal cultivado, se detectaron restos de pinos silvestre, encinas, robles, sauces, avellanos y alisos. de Debió de ser a mediados del tercer milenio a. C., cuando se hundió una de las losas del hipogeo, todavía en uso, que debió de durar unos 130 años, en la segunda mitad del cuarto milenio (en torno al 3630-3500 a. C.).

No recuerdo por dónde subimos entonces. Hoy lo hacemos por la carretera que sube de Aras hacia el valle de Aguilar, entre los bancales a uno y otro lado del barranco, que riega el arroyo Valdearas, con viñas, olivares, terrenos liecos, muchos almendros y algún que otro cerezo en las tierras bajas. Hasta que, curva tras curva, llegamos a la zona alta o paramera, antes cubierta de pinos silvestres y bojess y, desde hace años, de pinos de repoblación, mientras algunas encinas, enebros, escaramujos, aulagas, tomillos y lavandas campan en las laderas medias y bajas. Hoy sus más exóticos pobladores son los molinos eólicos, que aspavientan en todo el vasto entorno montañoso. Pasamos la línea del Alto de los Bojes (821 m.), al este, y del Alto del Cielo, Portillo de Garañango y Cerro Figueras, al oeste,  y llegamos hasta la nueva Subestación de Codés, en la cornisa que se abre al valle de Aguilar. Desde allí hacemos un recorrido por las pistas cruzadas de los últimos aerogeneradores. Elegimos para almorzar el cerrito más alto, desde donde contemplamos el corredor de la Rioja Alavesa, bajo la bravía sierra de Cantabria; el león dormido o Peña de Lapoblación; el riente valle del Ebro riojano-navarro, y la sierra de Codés. ¡No se puede pedir más! Nos acompaña todo el rato el rumor aéreo de estas  gaviotas de tres alas, de estos gaviotazos que alegran el paisaje y enriquecen nuestros pueblos.

Siguiendo al GPS, bajamos y subimos, vamos de un lado a otro, hasta que, por fin, abandonamos el coche, y por una pista muy estropeada alcanzamos el hipogeo. El lugar está limpio y bien acondicionado,  y cerca hay un panel que lo interpreta. El espacio del hipogeo, abierto hacia el sur, hacia el valle Valverde, abierto por el Longar, linda  por el sur con dos piezas sembradas de cereal, y, por el norte, a media docena de metros con un mogote lleno de grandes losas por los cuatro flancos, sombreados por tres pequeños rodales de encinas, de múltiples pìes, y por cinco grandes enebros. ¿Eso no fue nada parecido a un hipogeo, o algo relacionado con él?

Al regreso de nuestro objetivo, vemos en la parte norte aledaña varias líneas elevadas de terreno, con muchas piedras dispersas, que fueron seguramente cercos defensivos o restos del poblado que, según algunas fuentes, duró hasta tiempos medievales. Los pinos de repoblación parecen colonizarlo todo y amenazar con llevarse por delante las encinas, las carrascas, los enebros y lo que pillen por delante. Nos pasan dos cuatrimotos o cuatriciclos (mini quad) con dos parejas. Tan descalabrada está la pista, que el segundo se las ve y se las desea para remontar algunos tramos. Nosotros vamos despacio, echando de vez en cuando una ojeada al vallecico que ahonda el arroyo San Pedro, ya cerca de la muga con Álava. En uno de los recodos donde se clava uno de los molinos, yantamos y sesteamos contentos por haber logrado nuestro propósito en tiempo ordinario. Qué placentero este sol fresco o este viento soleado, viendo al fondo el otero tan navarro de Laguardia; la torre de Labraza, y el cuerpo gentil de Yécora o de Lantziego -no estoy muy seguro-, y en el horizonte sureño, la laguna de las Cañas; la vieja y nueva Vareia; el Ebro patriarcal con el regalo de sus tierras aluviales; y los los pueblos riojanos de Recajo, Agoncillo, Arrúbal, Alcanadre…, asomados a una orilla, y los pueblos navarros de Mendavia, Lodosa, Sartaguda, a la otra. Todavía  tenemos tiempo para avistar un incendio en un cerro pinoso cercano y avisar al 112.

Al volver y darnos con el macizo glorioso de Codés contemplamos el penúltimo sol, que anda arrancando esquirlas de luz en Peña Humada  y en Punta Redonda, ya sombríos los hayedos amoratados en los pliegues de Yoar. Y aquella iglesita empinada entre  montes y cabezos ¿no es la de Torralba?

No está nada mal terminar la tarde recorriendo, ya a media luz, las clásicas y palaciegas calles de Viana: San Miguel, Tidón, Navarro Villoslada, Santa María…; visitar su esplendente catedral, y, tras pasar el día entre los cuatro puntos cardinales, perdernos un rato entre murallas medievales.