Hacía mucho tiempo que no visitaba Monteagudo –pasar por no es visitar- y no conocía, la verdad, las Yeseras de la villa. Monteagudo tiene una entrada lujosa, urbana, y nos bastó enfilar luego la humilde calle mayor parar llegar muy pronto al itinerario interpretativo. Día de sol abrileño, pero de un cierzo tan recio como en los días de Ablitas. Caminamos entre campos de almendros y de olivos, muy bien cuidados, antes de llegar a la zona bardenera, donde reina, casi en exclusiva, el escambrón. Los paneles informativos nos dan hecho casi todo. No sé que haya yacimiento en Navarra tan bien surtido.
Resulta que un buen día de 1919, un paisano del pueblo, Santiago Castillo, que estaba construyendo casa y bodega, se acercó al agustino P. Eduardo Lacarra, del convento local, y le mostró un gran trozo de maxilar, con sus tres molares incompletos pero con los restos de sus coronas; le parecía de quijada de elefante, porque, antes de explotar el barreno en esas canteras de las Yeseras, vio un colmillo que tendría de largo más de un metro. Así empezó una historia, que merece ser leída. La siguió el jesuita P. Navas, del colegio El Salvador, de Zaragoza. En los años 40, los paleontólogos catalanes Crusafont y Villalta se interesaron por el yacimiento y comenzaron una fructífera colaboración con el precursor de la paleontología navarra, el P. Máximo Ruiz de Gaona, escolapio residente en Tolosa, quien llevó a cabo la principal obra de recuperación y divulgación de restos fósiles de mamíferos y otros vertebrados, sobre todo del mastodonte Gomphateriurm angustidens, que vivieron aqui hace unos 17 millones de años. Cuando el entorno del actual Monteagudo era una sabana, como las actuales de África, en un clima subtropical, cálido y relativamente húmedo. Cuando del Moncayo y de los Pirineos nacían ríos que discurrían hacia los lagos de las actuales Bardenas, entre vastas extensiones de bosqes, praderas, lagunas y humedales, habitados por grandes herbívoros, como mastodontes, rinocerontes, équidos primitivos, súidos y rumiantes, así como grandes carnívoros, antes de que, siete millones de años más tarde, el agua acumulada en la Cuenca actual del Ebro comenzara a salir hacia el Mediterráneo y se formara el río Ebro, el río futuro de los íberos y de Iberia.
Las canteras, al dejar de explotarse, devinieron basureros de toda clae de vertidos, hasta que en mayo de 2012, por iniciativa del ayuntamiento de Monteagudo, los paleontólogos Murelaga, Suárez y Sola volvieron sobre el tereno abandonado, hicieron una serie de catas y prospecciones en un frente de cantera, del que obtuvieron parte de los fósiles conocidos. Hoy podemos contemplar la cantera desnuda y horadada, sus estratos ya más tierra que yeso, e imaginar todo lo que acabamos de leer, desde colmillos a esqueletos enteros, o centenares de piezas sueltas, como vieron primeramente el agustino P. Lacarra, el jesuita P. Navas, y después los paleontólogos de oficio que los siguieron. No sabemos qué significan esos cinco grandes cipos de piedras, diversas de forma y color, delante de la cantera, especie de menhires o monumentos conmemorativos. Tampoco está claro el destino de los restos, que parecen guardarse en Valladolid, Zaragoza, Sabadell y Pamplona. Después de salir del pueblo nos enteramos de que en la Casa Consistorial hay un incipiente Museo con la réplica de algunos de esos fósiles.
Continuamos el circuito de Las Yeseras y subimos a la explanada amesetada, llamada Mirador, donde para mirar y ver mejor, se han instalado dos plataformas altas de madera y una a ras de tierra. Pero el cierzo furioso de esta mañana no nos deja casi andar. Y no es cosa de subir más alto todavía. En la explanada yesífera han comenzado a plantar pinos y otras variantes ornamentales, pero no sé si el cierzo los dejará crecer. Los nuevos paneles nos hablan de los Sotos del Queiles, de las aves de la zona y de la migración de las mismas. Es muy de agradecer todo este curso de naturaleza y ecología. Sosteniéndonos en pie como podemos sobre esta larga vega del Queiles, contemplamos la amplia zona de los cabezos y calveros bardeneros, donde estuvieron las canteras, la cordiline pinosa que los cierra, los pocos campos verdes de labor, los numerosos olivares y las viñs que comienzan a empampanarse. Y allí, al fondo, los montes de Cierzo, y, sobre los sotos del Queiles, Cascante, Murchante, Tudela, las Bardenas, blanca y negra… Al otro lado, la silueta brumosa y azulenca del Obispo, que es como llamaban los labriegos de estas tierras al Moncayo, siempre en forma solemne y como bendiciente, cuando no maldiciente, como los obispos de entonces.
Volvemos esta vez por otro camino, siempre entre escambrones, y pasamos por la casa mágica de Armando Baigorri, natural de Ablitas, el panadero, que ha construido una casa deshabitada cerca de su residencia, con piedras de toda forma y color, traídas del cauce del Queiles, del Moncayo y de donde ha podido; unidas a veces al hierro y otros metales. De lejos semeja una pagoda, y de cerca recuerda, grosso et rustico modo, a Gaudí y a Dalí al mismo tiempo; en el jardín, altas figuras de hierro, desde una cruz a escenas de labranza o de cocina. Una ingeniería de mucho ingenio, inmensa paciencia e inmenso esfuerzo. Siendo obra de un panadero, me recuerda la frase evangélica: ¿O hay acaso alguien entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra? Amando sería quien más piedras podría dar, si alguien se lo pidiera en vez de pan.
Damos una vuelta por el pueblo. Espléndido está el castillo-palacio de los marqueses de San Adrián y su entorno arbolado. Una nueva y saludable urbanización se extiende en su foso noroccidental. Subimos luego hacia otra urbanización reciente y, rodeando el promontorio del cementerio, llegamos al parque pinoso cerca del cual pasa el Queiles, ya cansado, donde hay un grupo de jóvenes comiendo. Desde aqui arriba, la torre herreriaana de la iglesia gótica y la almenada del castillo-palacio hacen un juego de siglos. Al pasar por el convento agustino recoleto de Santa María del Camino, recordamos al P. Lacarra, e iniciador de la paleontología en Monteagudo.