El sol de este día de noviembre parece el de un día de mayo. El año pasado, para despedirnos de los viñedos riojanos, nos fuimos al Balcón-Mirador de Rioja, bajo esa hoguera múltiple e incandescente de piedra, al final de los Montes Obarenes, o Peña Luenga, de donde cuelga el encantado pueblecito de Cellórigo, ahora con 11 habitantes. Un pequeño monumento nos recuerda las dos famosas batallas de los años 882-883, donde el moro Al-Mundir, de Córdoba, fue derrotado por el conde de Álava, Vela Jiménez (Vigila Scmeneiz), de la dinastía Jimena de Pamplona, al servicio de Alfonso III de Asturias.
Este otoño, buscamos otro mirador, no muy lejano, en los Riscos de Bilibio, nombre que le dieron los patricios y colonizadores Nemestrino y Cornelius Bilabius Publius, que fundaron Bilibio y Bílbilis. Sobre Bilibio, que fue antes una castro celtíbero, hemos leído que hay una ermita dedicada a San Felices, donde en el siglo V había, junto al poblado, un castillo romano, ya abandonado. Felices fue por estas soledades un hombre santo anacoreta, de quien Millán, el San Millán de la Cogolla, fue discípulo durante tres años. El castillo de Bilibio, que llegó a acogerr la capilla y el sepulcro de San Felices, fue al fin conquistado por los musulmanes hasta su reconquista por el pamplonés Sancho Garcés I a comienzos del siglo X. En 1076 el rey Alfonso VI de Castilla cedió el castillo a Don Lope Díaz, padre del Don Diego López de Haro, fundador de Bilbao, y a mediados del XI los habitantes de Bilibio se trasladaron al nuevo poblado que hoy es Haro, y los restos de San Felices fueron llevados al monasterio de Yuso.
Llegamos a la capital del vino riojano por el camino que tanto nos gusta, serpeando entre Álava y La Rioja, a través de uno los más espectaculares paisajes vitícolas del mundo. Atravesamos el Barrio de las Bodegas, frente al mogote que acogió a sus primeros pobladores, los primeros que bebieron las entonces limpísimas aguas de un río, que en su honor se llamaria Ebro (Iberus).
Cuando aparcamos en un recodo bajo la montaña, encontramos a unos cuantos caminantes que van y vienen. Algunos, despistados, dicen que no encuentran el castillo y se vuelven. Subimos al ribazo, donde pensamos que está la ermita, pero nos encontramos con una larga y estrecha explanada, llena de bancos y mesas de piedra y barbacoas. Unn somero bar en un extremo, y en el otro, figuras en madera de un vaso y una botella. Todo a la sombra de numerosos tilos, todav’ía con el otoño encima. En esta pequeña plataforma se celebra la popular Batalla del vino, el día 29 de junio, cuatro días después de la fiesta de San Felices, donde se han llegado a consumir 130.000 litros de la bebida de Baco, con cientos y miles de varones y mujeres literalmente morados y moradas por la lucha festiva, declarada de Interés Turístico Nacional.
Desde aquí vemos, en una de las crestas del gallo macizo, la estatua de San Felices, donde, ay, debe de estar la ermita. Por fortuna, el camino está bien preparado durante muchos años, a ratos con barandilla de cuerdas, y la subida no es dificultosa. Además, el mar de viñas que tenemos a nuestros pies está tan encrespado de olas de colores otoñales, que su visión es un continuo acicate para la escalada. Tanto es así, que apenas nos fijamos esta vez en los jarales, enebrales, arañones, hollagas, coronillas glaucas… que tenemos a los dos lados, ni en los pinos cimeros.
A mitad dela pista, alcanzamos la otra vertiente, desde donde nos damos de bruces con las famosas y rocosas Conchas de Haro, y con el hondo Ebro, que aqui un día las rompió, y con unas enormes canteras de ofita a cielo abierto (1980). El río abrió un día un canal natural en el murallón de las dobles rocas calizas, en forma de conchas, separando los montes Obarenes, por los riscos de Bilibio, de la Sierra de Cantabria, por los riscos de Buradón. En tiempos, el paso del Ebro estuvo mucho más alto y sus aguas formaban aqui una laguna. Hoy, rota aquella presa natural, el río deja su curso alto y penetra en La Rioja haciendo dos grandes meandros. Encuentro en la Guía Repsol la bella metáfora de un gigante que corre embriagado entre viñedos. En la margen derecha, la vieja carretera de Bilbao, ahora LR 306, antes muy peligrosa por las crecidas del río y el desprendimiento de rocas, tuvo que cambiar su ruta por medio de un túnel, como lo hizo ya en 1861 el ferrocarril Bilbao-Logroño. En la margen izquierda, la más reciente N 124 atraviesa también las Conchas a través de otro túnel.
El sendero nos porta hasta el pie de la ermita, a la que se sube por unas escaleras de piedra, y luego metálicas con barandilla, hasta el nivel de la ermita, habitualmene cerrada, y desde allí hasta el mirador último sobre los vastos viñedos de la Rioja Alta. Ahora tenemos muy cerca un pararrayos y la estatua pétrea y blanca, sobre base también de piedra, de San Felices (1964), con un libro abierto entre las manos, y mirando hacia la villa de Haro, de la cual es patrón. Es obra del escultor Vicente Ochoa y fue costeada por suscripción popular. Con permiso de San Felices, al que nadie discute, el cierzo ventarrón domina a ests alturas en solitario y apenas nos deja mover la cabeza por los cuatro puntos cardinales.
Una placa recuerda la fundación de la ermita en 1710, reconstruida en 1862 y 1942, restaurada últimamente el año 2003. ¿Aqui hubo un castillo? Es difíil imaginarlo. Tal vez un mero fortín.
El Ebro es el único testigo vivo de todas esas fechas. Pero con aguas muy diversas.