Último día de mayo. Todavía con una primavera verdosa y voluminosa, ubérrima, por las lluvias de marzo, recorremos parte de la Valdorba, Valle de Orba, Valle de valles y denominación de las cuatro antiguas Cendeas, viendo, al pasar, siempre bajo la vigilancia de la ceñuda Peña de Unzué, los lugares de Oricin, Olóriz, Solchaga, Mendivil, Barasoain, Garinoain, los caseríos de Lepuzain y Eristain, y las emitas góticas de Arrazubi y San Pedro de Echano.
Nos quedamos esta vez, sin buscar castros ni escalar alturas, en Mairaga, que trae su nombre de la regata que nace en las profundidades de la Sierra de Alaiz, compañera de las que se llaman Oricin y Leoz y desembocan en el Cidacos, que las recoge con sumo gusto camino imparable del Aragón. Tal vez el nombre original le viene de mahi, hilera de hierba de siega, o de mairan, madera de construcción, pero no perdamos tiempo con estos enigmas.
El embalse, en términos de Olóriz, propiedad del Estado a través de la Confederación Hidrográfica del Ebro, en uso desde 1992, con una aportación de 4 hectómetros cúbicos, altura de 37 metros sobre el cauce y 20 hectáreas de superficie, da de beber a 35 poblaciones de la Mancomunidad de su nombre, al norte de Tafalla, incluida la capital. Está situado entre los términos de El Boyeral e Iturrama al Oeste; La Quemada, al Este; el señorío de Bariain y el Alto Borda de las Vacas al Norte, y San Andía al Sur. Entre las localidades de Echagüe, Oricin, Olóriz, Solchaga, Artariain, Amunarrizqueta e Iracheta.
Han cerrado el acceso al vaso, casi lleno ahora, y al camino que lo rodea por la parte oriental, por donde solíamos pasear, y montado una caseta con el nombre ornamental de la Confederación. No hay un alma dentro del silencio monumental de la tarde.
Tomamos el camino carretil que lleva hasta el misterioso señorío, columbrado a lo lejos, y paseamos a la orilla del que para nosotros esta tarde, es lago y no embalse, lago vallado en toda esta extensión, entre el encinar original a un lado y los pinos de repoblación al otro.
Viene un camión cargado de troncos de pinos. A derecha e izquierda, pero especialmente en el ribazo que llevamos ahora nuestra izquierda, millares de bromos se bambolean al viento de la tarde, con sus tallos glabros, sus inflorescencias en panículas que sostienen las espiguillas casi siempre verdes y a veces rosadas y rojizas. El cielo está azul como en los cuadros de los libros de santos, y la lámina del agua del lago es verde como todo su entorno, y a ratos azul como ese cielo.
Viene un coche particular y el conductor nos hace una seña de saludo. ¿Vendrá del misterioso señorío? Son dos breves excepciones en este desierto de silencio. Vamos mirando y contemplando las plantas y las flores de un lado y otro del carretil, como si del jardín de nuestra casa se tratara. Las más numerosas son los blancos tréboles de sierra, que en pequeños rodales ocupan la mayor parte del espacio. Los siguen las fabáceas vulnerarias, de nombre inquietante, porque ni hieren ni están heridas, con sus hojas pinnadas y sus flores rosas en inflorescencias globulares. Muchos menos numerosos son los tersos y aterciopelados linos blancos o linillos. O las siemprevivas de monte, o curry, con adjetivo de italianas, poderosas para la infusión. Y los azul violeta tréboles hediondos, de inflorescencia pedunculada, hermosos si no se huelen.
Llegamos hasta la última curva, por donde pasa un camión de los cortadores de pinos, cerca de donde parece que se abre el camino hacia el señorío. No veo esta vez ninguna puerta de hierro.
Volvemos con la misma morosidad con la que hemos ido. La tarde se pone tan melancólica, tan intensa, tan grávida, que parece que va a suceder algo inesperado. Algo sublime, como una aparición.
Es, como siempre, la belleza de la naturaleza primaveral, palpitante y sonora, que nos da sustos líricos como este.