No faltan, entre los mismos creyentes, quienes reconocen la magia de la Navidad -los belenes, los Reyes Magos, los villancicos, el caga tió, el Olentzero, las luces por doquier, el «vuelve a casa por Navidad», los esperados regalos, prologados por la lotería de la vispera, e incluso las habituales muestras de solidaridad social…, y, sin embargo, sienten una ligera y hasta una profunda incomodidad.
Nuestra sociedad opulenta –affluent society (Galbraith, 1958), sociedad insaciable, heredera de la que celebraba las fiestas Saturnales en Roma y en todo el Imperio, consumidora de productos manufacturados y de toda clase de bienes -tiempo, el propio cuerpo y la propia espiritualidad-, tiene en Navidad una ocasión propicia para consumir magia, novedad, ilusión, sentimientos, emociones… Pero, todo eso, sin un hondo sentido religioso, termina, como en el poema del poeta catalán Joan Salvat Papasseit, en que, a la hora de los postres, nos mira el Niño, recién nacido, y se echa a llorar: i després de mirar-nos / arrencará a plorar.
La Navidad hoy -escribe el sociólogo Jordi Puig i Martín- es un fiel reflejo de nuestra sociedad. De una sociedad perpleja, que intenta explicarse a sí misma, no siempre con mucho éxito. Una sociedad que se mira al espejo, no se acaba de gustar, pero que tampoco de avergüenza. Una sociedad que duda, y que avanza titubeando.
Cuando el consumo, omnipresente y, al parecer, omnipotente, incluso en la esfera del espíritu, lo ocupa y acapara todo, una vez debilitado el primitivo impulso religioso, que intentaba insuflar un sentido más alto a la ancestral fiesta de fin de año o del solsticio de invierno, acaba también por arrebatar la misma magia a la Navidad para imponer al fin a toda la sociedad la sola magia del consumo. Y volvemos así a las Saturnales romanas o a las fiestas del solsticio.