Hoy, al fin de esta infausta campaña electoral, que debió haber sido europeista, y ha sido, en cambio, partidista, localista, personalista, nacionalista de partido y de facción, abusiva, agresiva, vengativa, navajera, en una palabra, absurda y hasta suicida, recordemos a los muchos verdaderos europeístas que se acercarán hoy a las urnas, intentando votar al mejor entre los buenos, los malos, los peores y los aborrecibles de toda laya. Ha costado muchos años, incluso siglos, que reconociéramos el hecho de Europa, hasta llegar a institucionarlo después de la segunda guerra europeo-mundial, cultivarlo y perfeccionarlo. Ni Dante, ni Pierre Du Bois, ni Podriebrad hicieron uso en su tiempo del nombre de Europa, ya mencionada por Hesíodo, en aquellos generosos planes de paz y de unidad, que trazaron y que, sin embargo, se referían a Europa, en cuanto ella era de hecho la Cristiandad católica, por la que trabajaban. En la aurora del Renacimiento, Aeneas Silvius Piccolomini, uno de los más gloriosos humanistas de su tiempo, elevado al pontificado bajo el nombre de Pius II en 1458, el mismo año en que la gloriosa Bizancio caía en manos de los turcos, será el primero en designar por su nombre legendario y pagano -llamándola casa, sede, patria propia- aquella parte del género humano -somos, realmente, una región del mundo-, cuyos esfuerzos de unidad iban dirigidos precisamente contra los Estados Pontificios y sus pretensiones temporales. En su tratado De Constantinopolitana clade ac bello contra Turcos congregando (Sobre la guerra de Cosntantinopla y sobre la guerra convocada contra los turcos), exclamaba el humanista cristiano europeo de su tiempo:
Nunc vero in Europa, id est, in patria, in domo propria, in sede nostra, percussi caesique sumus.
(Ahora es, en la misma Europa, es decir, en nuestra patria, en nuestra propia casa, en nuestra sede, donde somos atacados y muertos).