El estallido en pedazos del bloque soviético ha dado lugar, pasados unos años, a pulsiones extremadamene nacionalistas (dejo lo de ultra, por excesivo), antiliberales y no democraticas o poco democráticas, en toda Europa. La preservación de la nación tradicional, plenamente soberana, exige de sus defensores la lucha continua, más o menos disimulada, contra la inmigración, el multiculturalismo, el comopolitismo, el multilingüïsmo y cualquier otro nacionalismo que se oponga al suyo. No se trata de fascismo o de neofascismo, porque estos extremos movimientos no han rechazado la democracia electoral, ni recurrido a la violencia, y han ganado serias cuotas de votantes en los varios países democráticos europeos, votantes que en buena parte eran hasta entonces adictos a la izquierda tradicional.
Que la inmigración, el multiculturalismo, el feminismo intenso, el homosexualismo rampante… hayan erosionado los valores e identidades culturales tradicionales, no hay la menor duda. Pero mucho más decisiva parece la interacción entre los efectos socioeconómicos de la globalización y los cambios estructurales experimentados por los sistemas de partidos europeos. Deslocalización, retracción del Estado de bienestar, debilitamiento de la clase obrera y de los sindicatos, desencanto ante la izquierda tradicional aburguesada, apatridismo y señoritismo de la nueva izquierda populista… han sido causas de amplios cambios en los votantes en cada país y en el posterior mapa político resultante. Añadamos los efectos demoledores, todavía mal conocidos, de la pandemia del coronavirus.
Sólo que esta nueva derecha nacionalista va a seguir teniendo como competidores a lo que queda de la izquierda tradicional y a los muchos grupos de la nueva izquierda, por divididos que estén, y, sobre todo, al centro derecha, de la que mayormente procede, y a la que, sin querer, ha hecho más centrada y más realista. De todos modos, tiene difícil futuro un discurso socialmente atractivo, el único que puede seguir reteniendo el voto (la confianza) de amplias capas populares, que sea compatible con los intereses económicos, antiigualitarios, extremadamente nacionalistas (localistas, egoístas) de los capitostes de esas nuevas formaciones, que no son, de por sí, más sostenibles que sus enemigos de siempre.