Tras los hallazgos de Malthus, tanto Charles Robert Darwin (1819-1882) como A.R. Wallace llegaron a la teoría de la formación de especies nuevas, que se trasmitían por herencia los caracteres adquiridos, una teoría basada en fundamentos empíricos que tenían a mano. Durante muchos años Dawin, que había sido seminarista anglicano en Oxford con intención de hacerse ministro de esa Iglesia, previó las dificultades que encontraría en la Iglesia oficial y en la sociedad de su tiempo su audaz descubrimiento y se anduvo con pies de plomo. Aunque él no podía entender el universo como producto del azar ciego, tampoco veía rastro de un designio providencial al considerar detalles crueles de la historia natural y sobre todo las terribles muestras del dolor y del mal en el mundo, que se le hicieron intensamente vivas cuando la muerte de su hija Annie, víctima de una tuberculosisi a los 10 años de edad. No fue Darwin en la segunda fase de su vida un ateo, sino un agnóstico (de la suspensión agnóstica del juicio, hablaba él).- Hoy conocemos mucho mejor la Biblia de lo que él conocía y no vemos contradicción alguna entre el género literario del Génesis y sus hallazgos científicos. La evolución no nos es ajena en sus múltiples aspectos y no la confundimos con el crudo materialismo, como en el siglo XIX solía confundirse. Mucho menos, después de Bergson y de Theillard de Chardin. Otro científico y no filósofo, T. H. Huxley, llegó a creer que el libro Origin of Species… daría el golpe de gracia no sólo a la teología, sino incluso a la teleología. Fueron algunos científicos como él, más que filósofos, los que sacaron de quicio la teoría de la evolución. Y fue dentro de la Iglesia anglicana más que de la católica donde el escándalo fue mayor: ideas perniciosas, visión más degradante del ser humano jamás conocida, etc. Hoy nos sumamos, sin distinción de credo, con admiración y gratitud, al homenaje mundial.