Hablando del aborto es demasiado fácil repasar los fundamentos teóricos de una u otra parte y hasta apurar los extremos biológico-filosóficos. Pero hay horrores que no merecen reflexión. Lo que de verdad me escandalizó hace unos meses, en el caso de las atroces clínicas ilegales, y me sigue escandalizando, es la total o casi total insensiblidad de esos sectores de opinión siempre alerta para condenar y denunciar cualquier desmán y cualquier exceso. Porque, tras esas terribles noticias de trituradoras, de carnicerías infames con fetos de varios meses de existencia, aqui no hubo nada, o apenas nada: apenas una voz, alguna que otra protesta desmayada, ni un grito siquiera de espanto. Ni diarios progresistas, ni feministas, ni intelectuales, ni organizaciones pro derechos humanos… Casi nada. Apenas nadie. Al revés, estuvieron a punto de pagarlo los que denunciaron esas clínicas de la muerte, esos mataderos antiguos. Todo ha sido después un alarde de publicidad a favor de las mujeres que abortaron ilegalmente y de los que hicieron todas esas operaciones macabras, que seguramente siguen haciéndose por ahí. Una rana, un arrendajo, un gato o una foca les merecen más atención, respeto y afecto que un feto humano. Aqui mandan los intereses corporativos, las señas estáticas de identidad estática. Las consignas. Los imperativos de no pasar la raya de la moda (anque sea tan horripilante). Aquí, donde se pide a voz en grito el aborto libre sin más, donde se le llama derecho como si fuera el derecho a operarse de corazón. Un método más de planificación familiar. Donde, como escribe Ignacio Peyró, es más fácil abortar que deshacerse unas ojeras y donde está mejor visto que una liposucción. Lo que da bien cuenta de nuestra deshumanización, de nuestra des-moralización. Se puede criticar cualquier hipocresía, cualquier aspaviento, cualquier fariseismo condenatorio e inhumano en este ámbito delicado. Y más nos valdría a todos salvar lo que se pueda en vez de perder mucha fuerza en salvas. Pero cuando se desbordan todos los límites, incluidos los legales y hasta humanos, el silencio en quienes hablan a todas horas es sólo la señal máxima de la impostura, de la cobardía, de la inhombría.