Conocidos mucho mejor los primeros capítulos del libro del Genesis, y periclitado el monogenismo implícito en el relato bíblico, que san Agustáin aprovechó para montar su arcaica y rígida teologia del pecado original, los mejores teólogos actuales entienden la inmaculada concepción de la Virgen María como la posesión de la vida divina de la gracia –Kejaritoméne– desde el comienzo de su existencia; vida de gracia que le es concedida sin mérito de su parte, por la gracia preveniente de Dios (hallazgo feliz del franciscano medieval Duns Scoto) para que pudiera llegar a ser madre del Redentor, tal como Dios la habia querido para su propio Hijo: desde el comienzo de su vida ella estuvo rodeada por el amor redentor y santificante de Dios. Así María – al decir del papa Benedicto XVI- desde el momento de su concepción se revela como plenitud de significado antropológico de la vida, por cuanto invita al hombre a evitar todo temor, para experimentar, por la gracia, una existencia sorprendentemente gratificante y benéfica. (…) María no se reserva como una realidad exclusivamente suya ningún sector de su ser, de su vida, de su voluntad, sino que llega a ser propia y verdaderamene suya en la total expropiación para Dios.- Sólo desde esta concepción teológica caritológica (jaris=gracia) y no hamartiológica (hamartia=pecado) puede entenderse otra de las más bellas, tradicionales y fundantes advocaciones de María, Virgen y Madre. Sólo desde la gracia infinita de Dios puede entenderse la Virginidad de María, sin reducirla a una condición físiológica y psicológica puramente humana, que es no sólo degradarla, sino casi destruirla. La concepción del Hijo del Altísimo es cosa total de Dios Padre, que, si se sirvió de madres estériles para dar al pueblo judío líderes y profetas, se sirve de una doncella para el prodigio capital, que es la Encarnación, por encima de cualquier fuerza y poder humanos, sin necesidad por eso de pintorescos milagros físicos y mentales, haciéndolo, por otra parte, de la manera más natural del mundo.