Le sobraba razón al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, cuando, hace unos días, afirmaba con expresión vehemente que esta nueva ola de violencia no surge de la nada, sino que nace de un conflicto de larga duración en 56 años de ocupación y sin un final político a la la vista.
Setenta años hace desde la primera Resolución 181 (1948), que dividió la región en dos Estados, uno árabe y otro judío (a Israel se le asignó el 54% del territorio, teniendo solo el 30% de la población). Hoy día, ni siquiera existe el Estado Palestino. Y Jerusalén, a la que se dio desde la ONU el status de ciudad internacional bajo su tutela, fue constituida capital sagrada e indivisible de Israel, estando la parte árabe oriental o Jerusalén Este en condición de ocupada, como el resto de Palestina.
Ni la R. 194 (diciembre 1948), sobre el derecho de los palestinos expulsados de regresar a sus hogares. Ni la 242 (noviembre 1967), que exige la retirada del ejército israelí del territorio ilegalmente ocupado. Ni la 446 (marzo de 1979), que declara ilegal cualquier construcción de asentamientos en esos mismos territorios… Ni ninguna otra, al menos importante, de las decenas de Resoluciones aprobadas por el Consejo de Seguridad, hasta la más reciente de la semana pasada pidiendo una tregua humanitaria, ha sido atendida por Israel. Siguiendo el espíritu de tales Resoluciones, en mis años de diputado europeo, presenté varias propuestas de Resolución al Pleno del Parlamento de Estrasburgo, casi siempre con más suerte que en Nueva York, pero, por desgracia, con solo una pequeña eficacia moral.
Gracias al veto impuesto en todos esos casos por el representante de los Estados Unidos de América, Israel se ha librado de la condena. Solo en algunos casos menos graves, y que no llevaban consigo exigencia alguna ejecutiva, el embajador norteamericano ha llegado a abstenerse.