La preparación del último poema dominical me ha hecho conocer mejor los lugares del Nuevo Testamento donde se habla de Jesús y su condena del divorcio. El matrimonio entre los judíos y entre los pueblos del Próximo Oriente, frecuentemente polígamos, era una institución privada, y apenas hay textos que se refieran a él. En el capítulo 24 del Deuteronomio se habla del acta de divorcio escrito por el varón que toma una mujer que no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desgrada; después de despedirla, no podrá volver a tomarla, si se casa con otro varón y este muere o la repudia. El divorcio, en manos del varón, y solo de este, siguió siendo costumbre arraigada en la Palestina de Jesús. Ni Filón ni Josefo muestran reparo alguno en ello. De la secta de los esenios no tenemos certezas sobre este punto: solo sabemos que condenaron la poliginia.
Los testimonios sobre la relación de Jesús con el divorcio son varios. En la I carta a los corintios (años 55-56 d. C.), el apóstol Pablo de Tarso ordena, no él, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido –el Derecho romano permitía el divorcio a la mujer- y, en caso de separarse, que no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido, y que el marido no se divorcie de su mujer. En el libro de dichos de Jesús, llamado Quelle (en alemán, la fuente), años 50-70, de la que beben Mateo y Lucas en sus respectivos textos, la postura de Jesús es clara y tajante: Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio, y todo el que se casa con un repudiada comete adulterio. El evangelista Marcos, que escribe para los gentiles hacia los años 70, construye una imaginada disputa -pero con fondo probablemente histórico- con un grupo de fariseos, que preguntan a Jesús por la licitud del divorcio. El Maestro, saltándose la concesión de Moisés en Deuteronomio 24, por la dureza de corazón de su pueblo, se remonta y remite al libro del Génesis y a la una sola carne del varón y la mujer, creados por Dios, a lo que añade el famoso aforismo: Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre. Y luego en casa, repite a sus discípulos la misma doctrina sobre el repudio, aplicable esta vez a marido y mujer, puesto que el evangelio está destinado a ciudadanos romanos.
Si la enseñanza de Jesús sobre el divorcio fue casi escandalosa y dejó desconcertados a los mismos discípulos, no menos lo fue para los primeros convertidos del paganismo al cristianismo. Y lo cierto es que ya Pablo, en su carta citada considera lícitos, con su sola autoridad, el divorcio y la separación de dos casados, uno cristiano y el otro no, cuando éste último quiere separarse (privilegio paulino). También. en la segunda generación tras la muerte de Jesús, el evangelista Mateo, que escribe hacia el año 85 d. C., incluye en sus textos la famosa cláusula de excepción: la fornicación (o adulterio) como motivo legítimo de repudio del cónyuge culpable. Siglos más tarde, para dar salida a casos complejos como la poligamia o la distancia imposible entre esclavos, la Iglesia los resolvió con cierta laxitud (privilegio petrino), por no hablar de las diferentes causas de anulación del vínculo añadidas a la excepción del evangelista Mateo.
¿Cuál pudo ser el origen de una doctrina tan opuesta a la Ley, como la de Jesús ante el divorcio y los juramentos, y tan difícil de asumir, especialmente el primer extremo, por la humanidad en todos los tiempos? Los exégetas hodiernos aluden (véanse los últimos versos de mi reciente poema dominical) a la moral escatológica, a la vida haláquica (tradición judía) que Jesús, el nuevo Elías de los últimos tiempos, exige a los suyos en la nueva experiencia del Reino.