Mc 1, 35-40 (Mt 8, 2-4; Lc 5, 12-16) y Lc 17, 11-19.
Recorría Jesús toda Galilea,
predicando en sinagogas y expulsando los demonios.
Se le acercó un leproso vagabundo,
rasgada la ropa, desgreñada la cabeza
y la barba tapada.
La lepra -en hebreo, sara at- no significaba entonces, si existía,
solo la actual enfermedad de Hansen,
sino diversos tipos de enfermedad de la piel,
de las que el habla el Levítico: vitíligo, psoríasis, eczema...,
que hacía a sus enfermos seres inmundos, aislados, apestados,
aborrecidos de todos.
Saltándose la ley,
se arrodilló el leproso confiado ante Jesús:
–Si quieres, puedes limpiarme.
– Quiero, queda limpio,
le respondió Jesús, conmovido ante su fe;
le tendió la mano y le tocó,
contrariando igualmente la ley él mismo.
Le ordenó después presentarse al sacerdote,
que le declarase libre de la lepra,
y ofrecer el esperpéntico
sacrificio expiatorio,
descrito minuciosamente en el Levítico.
Otro día, en tiempo y lugar muy confusos,
Lucas,
tomando tal vez como modelo
la curación del leproso Naamán,
jefe del ejército del rey de Aram,
por el profeta Eliseo,
nos cuenta la curación de diez leprosos,
que se detuvieron a distancia
al paso de Jesús,
y levantando la voz se pusieron a gritar:
-Maestro,
ten compasión de nosotros.
Jesús no los curó esta vez de inmediato.
Les mandó también cumplir la ley
y confiar en su palabra desde lejos.
Uno de ellos, samaritano por más señas
-detalle quizás añadido por Lucas-,
viéndose curado,
volvió dando gracias a Dios
y se echó a los pies del Maestro.
–¿No eran diez los curados?
Los otros nueve, ¿dónde están?
Levántate y vete. Tu fe te ha salvado,
le dijo Jesús.