Fue una cena casi clandestina.
Había decretado el Sanedrín su muerte.
Jesús presintió que su fin se acercaba.
La tarde del jueves, antes de los Ázimos,
quiso despedir a sus discípulos,
previendo que no volvería a cenar con ellos
hasta que llegara el reino de Dios.
Solía el el jefe de familia en Palestina,
después de levantarse de la mesa,
tomar en sus manos la torta de pan
y, tras decir sobre ella el ritual de alabanza,
trasmitiendo bendiciones para todos,
la partía en trozos que iba repartiendo.
Al final de la cena, el dueño de la casa
tomaba, sentado, en su mano derecha,
una copa de vino escanciada para él
–la copa de bendición-,
y despues de recitar sobre ella
la acción de gracias, bebía de su copa
y todos los presentes bebían
de aquéllas que tenían en sus manos.
Aquella noche del jueves, el Maestro
tomó en sus manos el pan
y, dadas gracias a Dios,
se lo dio a sus discípulos diciendo:
– Este es mi cuerpo, entregado por vosotros.
Haced esto en memoria de mí.
Y tomando la copa después de cenar:
– Esta es la copa de la alianza nueva en mi sangre,
derramada por vosotros.
Cuantas veces la bebiereis,
hacedlo en memoria de mí.
No iba a beber el Maestro el jugo de la vid
-lo dijo emocionado-
hasta beber del vino
nuevo en el reino de Dios.
Era la sangre martirial de los profetas
de Israel.
Era la sangre del Siervo de Yahvé que cantara Isaías.
Fracasada su misión itinerante
de predicar el reino
por toda Palestina,
les deja a los suyos el encargo misionero.
Toda su vida fue entrega absoluta.
También su muerte es fruto de la entrega.
Pálida de muerte salió esa noche
la bella pleniluna de Nisán.