Mc 16, 1-4; Mt 28, 1-8; Lc 24, 1-10; Jn 20, 1-10.
Una vez pasado el sábado,
a primeras horas del día primero de la semana,
María la de Magdala, María la de Santiago y Salomé,
fueron a ver, a llorar,
al sepulcro de Jesús.
Y entonces Dios
se les dejó ver: les salió al encuentro
y les reveló la gloria
en el rostro de Cristo.
Los pobres evangelistas
buscan la forma más bellas de decirlo:
un joven, un ángel, el mismo Jesús,
sentado en el lado derecho del sepulcro,
luminoso como un relámpago,
vestido como de nieve,
que les dice nada menos
que el Crucificado del Gólgota
resucitó y no está allí.
Y que no se asusten.
Y que digan a sus aterrados discípulos
que los espera en Galilea
para empezar una vida distinta.
O, tal vez, todo fue más sencillo:
Jesús, el Señor,
les salió al encuentro en su misma casa,
antes de salir a llorar ante el sepulcro.
Es verdad que pasaron mucho miedo.
El misterio de Dios las dejó sin habla,
como ocurrió casi siempre a los santos de Israel.
Pero pronto
aquellas compasivas plañideras de la muerte
llegaron a ser
las primeras mensajeras de la nueva vida,
las primeras apóstoles de la nueva humanidad.