Veo a Mariano Rajoy, jefe de la real oposición política en España, con una banderita en la mano, el día de la fiesta nacional, en medio de un grupo de persomas sin banderita. Me parece ridículo y hasta triste. Las banderas tienen que estar donde tienen que estar y no en otro sitio. Y menos aún se pueden blandir como un arma, aunque sea un arma electoral, que de eso se trata. La Segunda República, al revés que la Primera, cometió, entre otros muchos, el error de cambiar la bandera tradicional española, que procedía de los tiempos de Carlos III. Los que lucharon bajo la bandera republicana durante la guerra civil, a pesar del reconocimiento oficial, en 1978, de la bandera constitucional, que es la de antes y la actual, no han acabado de reconocerla y menos de respetarla y quererla como es debido. Esa es la verdad. Y los nacionalistas etnicistas, confederalistas e independentistas de diversas denominaciones, o no la respetan ni la quieren, o la odian. Y hacen todo lo que pueden para no exhibirla. En este panorama esperpéntico ni el PSOE ni el PP han movido un dedo y menos un interés para convencer a sus socios de poder y de dinero del respeto -al menos- debido a la bandera nacional, que es de todos. Que yo sepa, la bandera no ha entrado en niguno de los innumerables acuerdos con sus socios de todo el arco parlamentario para conseguir una cosa tan sencilla, que se ha conseguido en todo el mundo. No le han dado ni importancia ni tiempo siquiera. Que no nos vengan, pues, ni unos ni otros, desde el gobierno y la oposición, a jugar con los símbolos nacionales, que son sagrados, para defender su verdad partidista, su verdad electoral.