En un reciente motu proprio, llamado Antiquum ministerium, que lleva a término la intuición de Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1971), el papa Francisco eleva a ministerio la labor de los catequistas, institucionalizando este servicio de los laicos. De este modo el papa promueve aún más la formación y el compromiso de estos úlimos y establece que la persona investida de este carisma está llevando a cabo un servicio eclesial a la comunidad.
Francisco justifica su decisión comenzando por recordar que el ministerio catequético, evangelizador, es muy antiguo en la Iglesia, tan antiguo como ella. Muchísimos de esos y esas catequistas, auténticos testigos de santidad, han llegado a dar su vida por el Evangelio que anunciaban y enseñaban. El Concilio Vaticano II y sus mejores seguidores apoyaron este itinerario y reconocieron el valor de los ministerios laicales. El catequista, al decir del pontífice, es testigo de la fe, maestro y mistagogo (introductor de misterios), acompañante y pedagogo, que enseña en nombre de la Iglesia. El ministerio laical, que posee un fuerte valor vocacional, da mayor énfasis al compromiso misionero propio de cada bautizado, debiendo siempre ejercerse de forma plenamente secular, sin caer en ninguna expresión clericaloide.