La cena del Señor
Tras conocer la tensa cercanía de su muerte,
pudo haberles dejado en testamento
un sublime discurso apologético,
un emotivo manifiesto
o algún compromiso difícil de cumplir.
Fue su última cena. Tras muchas cenas y comidas
con toda clase de gentes,
algunas con notorios pecadores,
No quiso abandonar a los suyos a su suerte,
huérfanos de su presencia.
No quería olvidarlos en sus vidas inciertas,
ni que a él le olvidasen en las sombras del pasado.
Les dejó como herencia perpetua
aquello que tenía más a mano,
alimento común de cada día,
elemento de unión y comunión
en las fragosidades de la vida cotidiana:
el pan que comían
el vino que se bebían,
en vísperas de su muerte.
Signos reales de su persona,
de su cuerpo entregado,
de su sangre derramada.
Cada vez que rompieran el pan en común
y en común repartieran el vino,
lo harían en memoria de la vida y la muerte de Maestro,
esperando
su venida futura.
Durante muchos siglos,
miles de filósofos y teólogos ilustres
estudiaron la presencia,
física y metafísica de Cristo,
llenando bibliotecas enteras en torno del misterio.
Pero es una lección elemental
de pastoral aldeana:
el pan es pan y el vino vino,
partido y compartido
en nombre y en recuerdo exigente de Jesús de Nazaret,
presente con la fuerza indefinible
del Espíritu de Dios.