Jesús conocía el mensaje escatológico de Juan
y estuvo un tiempo en el redil de sus discípulos.
Porque coincidía en buena parte con él mismo:
estaba a punto de llegar el fin de la historia de Israel;
Israel se había descarriado, había apostatado de su Dios
y estaba en peligro de ser consumido por el fuego
del juicio de la ira divina, ya inminente.
Los hijos de Abrahán debían salvarse en ese juicio
con un cambio profundo de mente y corazón,
un cambio profundo en su manera de vivir,
sellado con el agua del bautismo de Juan el Bautista.
Jesús vio en Juan el profeta enviado por Dios en los últimos tiempos
a todo el pueblo de Israel, instándole a confesión y penitencia.
Jesús se sentía parte de su pueblo, pueblo pecador
y por eso aceptó y recibió el agua sanadora de bautismo:
para poder integrarse en el grupo israelita
que había de salvarse en el día decisivo del juicio final.
Desde los tiempos de nuestros padres -clamaba Esdrás a Yahvé-
hasta hoy hemos sido culpables. Por nuestros crímenes
hemos sido castigados, junto a nuestros reyes y sacerdotes.
a reyes extranjeros, a la espada, la esclavitud,
al saqueo y al oprobio.
Y en Qumrán, en el rito del ingreso
en la Comunidad de la Alianza,
escuchamos similar lamentación:
Hemos cometido inquidad, hemos transgredido,
hemos pecado, hemos hcho el mal,
nosotros y nuestros padres, antes que nosotros.