Recuerdo la fiesta nacional del 12 de octubre en mis tiempos de miembro de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa y de diputado europeo en Estrasburgo. Muy pocos compañeros de mi grupo parlamentario socialista, entonces mayoritario dentro de la delegación española, solían ir a la recepción en la embajada de España. Eran los tiempos de Felipe González. No les gustaba la fiesta, no creían en ella. Me temo que ahora suceda igual o peor. El nacionalismo, una de las versiones políticas y desfiguradas del patriotismo, nos ha ahuyentado en España el concepto y hasta la expresión de patria, para quedarse, casi en exclusiva, con ellos. (Abertzales se llaman los nacionalistas vascos: aberri-zale : amantes de la patria, patriotas. Y el grupo más fanático, nada menos que Izquierda abertzale (patriótica).- En su célebre discurso fúnebre, del año 431 a. C., al comienzo de la guerra del Peloponeso, tras celebrar la memoria de los antepsados, y en especial de sus padres, Pericles, animaba a sus conciudadanos atenienses a contemplar «el poder de la ciudad en la realidad de cada día«, a convertirse en sus «amantes» y a recordar que quienes consiguieron ese poder eran hombres audaces y conocedores de su deber: «Tratad, pues, de emular a estos hombres, y estimando que la felicidad se basa en la libertad y la libertad en el coraje, no miréis con inquietud los peligros de la guerra». Patriotismo, pues, real y actual, cotidiano. Patriotismo que es amor a la comunidad, con audacia y sentido del deber, sabiendo que no hay felicidad sin libertad, ni libertad sin coraje. Un patriotismo tan necesario para nuestro espacio y nuestro tiempo.