(Mc 6, 6-13; Mt 1, 9-14; Lc 9, 1-6, 10-11)
Cuando Jesús recorría los pueblos de Galilea,
cercanos a su pueblo natal,
envió, de dos en dos,
a sus doce discípulos, acaso más de una vez,
a predicar el Reino de Dios,
dándoles poder de expulsar espíritus inmundos
y de curar enfermedades.
Jesús, el profeta de los últimos tiempos,
enviado por Dios, al modo de Elías,
al reunir doce de sus primeros discípulos,
puso en acción, a la vista de todos,
la reunión final de las doce tribus,
descendientes de los doce patriarcas, hijos de Jacob,
llamado Israel.
No hay un reino de Dios sin un Israel completo.
Jesús prohíbe a los Doce llevar en sus viajes
-símbolo profético de su propia misión-
dinero y provisiones: ni pan ni alforjas,
solo sandalias y un bastón, según Marcos
-como en la la fiesta de Pascua-,
y solo una túnica.
Todo debía depender de Dios
y de la hospitalidad de las personas que los acogieran.
A ellas debían llevar la paz de su mensaje,
y, si en algún lugar, rechazasen su oferta,
sacudirían el polvo de sus pies sobre el lugar,
nuevo símbolo profético del rechazo del Reino.
*
Al volver de la misión, contaron los Doce a Jesús
lo que habían hecho en su nombre:
predicaron la conversión a Dios,
expulsaron los demonios
y ungieron con aceite a los enfermos que curaban.
Por descansar un poco,
Jesús embarcó con ellos hacia un lugar solitario.
Per, al llegar allá,
mucha gente, como siempre, los estaba esperando.
Viéndolos allí apiñados, como ovejas sin pastor,
el Maestro se puso a enseñarles muchas cosas.