La muerte del Señor

No. No quería morir el Maestro.
Él no vino a este mundo a morir en la cruz.
¿No era su Padre Dios
-el Abba de su tierna y constante plegaria-
un Padre amoroso y cercanísimo?
Dios no pudo enviarle al tormento y a la muerte afrentosa.
Ni Júpiter haría tal dislate.
No se vengó con él.
Ni le hizo pecado y maldición
para expiar en su sangre los pecados del mundo.
No era el Cristo aquel macho cabrío arrojado al desierto,
ni un cordero sin más desangrado la víspera de Pascua.

Cerrad esa boca loca, teólogos blasfemos,
antiguos y modernos.
O explicad mejor a Pablo, Lutero o Agustín
y a todos los que luego escribieron al dictado
de esa moda infamante, adornada de arcaica teología,
que hace a Dios verdugo de su Ungido,
de su dulce Palabra nazarena,
de su Verbo florido de parábolas.
No sea que los pocos creyentes en la vieja cristiandad
-ahora que no queda ya nada ni nadie en quien creer-
escapen espantados al oir
la mayor de las blafemias de la historia.

Y decid de una vez que al Calvario le llevaron
no los muchos, infinitos, pecados del mundo
-alta abstracción tramposa e incompleta-,
sino los muy concretos sumos sacerdotes,
los ancianos aristócratas,
algunos fariseos y escribas,
los altos funcionarios herodianos
y el miedo y cobardía del señor Procurador,
Pontius Pilatus,
moderado y liberal
al decir de Josefo,
y que sólo temía que algunos le llamaran
enemigo del César.

El Maestro quería
seguir anunciando a las gentes el reino de Dios,
la inversión de valores,
la libertad de todos,
el amor y la justicia como claves del mundo:
toda la vida hecha pro-existencia.
Tras dos años de empeños incesantes
haciendo siempre el bien,
rodeado de pobres y excluidos,
amado por los hombres de limpio corazón,
tropezó con la ira de unos,
con la envidia de otros,
con el odio religioso y político
de algunos más.

Nunca pensó en defenderse
por medio de la fuerza y la violencia
como Atronges, Simón o Judas Galileo,
pasados por la espada de Roma.
Con astucia y mentiras le cercaron:
era débil para ellos la alimaña.
Nadie tuvo el arrojo de salir  a defenderle.
Los poderes del mundo ya se sabe,
de cualquier color que sean,
no perdonan jamás el peligro y la sospecha.

En una cosa, sí,
aciertan poetas excelsosy rancios teólogos:
todos en él pusimos nuestras manos.
Porque, puestos en escena,
habríamos hecho todos
en una u otra ocasión,
más o  menos, lo mismo
que hicieron, aquel viernes de Nisán,
los judíos,
los romanos.
los variados peregrinos llegados de la Diáspora
por la fiesta pascual.
Lo hemos hecho, después, en veinte siglos,
millones y millones de veces por el mundo
con millones y millones de víctimas humanas.

Por eso siempre aciertan los teólogos confusos,
al decir, con razón indirecta,
que por todos murió,
Salvador definitivo, escatológico,
el Bendito de Dios.
Es muy cierta verdad.
Somos todos los muchos
por los que él derramó la copa de su sangre,
según Marcos en la cena del jueves.

Mas no digáis por eso,
hermanos queridísimos,
que Dios le destinó, implacable, a ser crucificado.
Y decid de una vez,
con nombres y apellidos, si es posible.
añadiendo el oficio,
quiénes le subieron a la cruz,
el viernes de Nisán: hoy Viernes Santo.