Entre sorbo y sorbo del habitual por estas fechas, Oratorio de Navidad, me traen las manos vigorosas y señoriales del pianista ruso y genial, Alexei Volodin, sonatas de Scarlatti; piezas de piano y una sonata de Prokofiev; la Reminiscenza, de Medtner, a quien no conocía; la Polonesa-Fantasía, de Chopin, y el Carnaval, de Schuman. Sugerencias impresionistas junto a música de danzas y de tendencia neoclasicista; el allegretto tranquillo del Brahms ruso cabe la delicada densidad de texturas de la polonesa, y ese microcosmos o abanico de sensaciones en esos veinte números de ritmos de danza carnavalesca. Música al fin y a la postre. Música ante todo y sobre todo. Parece mentira que un arte tan rigurosamente sometido a las exigencias del tiempo medido y sonoro, a través de unos instrumentos, concretos y cerrados en su espacio, produzca, genere, haga posibles la mayor libertad de memorias, pensamientos, voliciones, fantasías emociones y afecros, sin cortapisa alguna, sin barrera espacial, como hay en la pintura o en la escultura; o barrera mental, lógico-formal o lírico-formal, como es el caso de la literatura en general o, específicamente, de la poesía. Lo mismo hacia adelante que hacia atrás, hacia arriba que hacia abajo. Hacia dentro o hacia el fondo. En todas las direcciones del alma humana. En todos los grados y en todas las intensidades. Para eso Volodin no aporrea el piano, no. Vuela con él, como si fuera un pájaro gigante amigo. O lo cabalga como a un caballito de sueños, tal el que soñaba Machado. O lo sostiene como a barquilla blanquinegra sobre olas agitadas o mansas de ese inmenso mar que llamamos arte, creación, recreación, o transfiguración. A veces uno piensa que se lo lleva con él, que huye con él, con los ojos cerrados, de tan bien que lo conoce. – Es la música, siempre cercana y lejana, misteriosa, indefinible.