La parábola de los discípulos de Emaús
(Luc 24, 13-34)
Caminaban solos y desolados.
Decepcionados, regresaban a su hogar.
Habían creído que el Maestro galileo
era el Mesías de la libertad.
Habían huído, como el resto de discípulos,
por miedo a los Sumos Sacerdotes
y a la tropa militar.
Algunas mujeres del grupo, que fueron al sepulcro,
lo encontraron vacío y oyeron del ángel de Dios
el verbo resucitar.
Y fueron después algunos de los Once,
pero a él no encontraron.
¡Fantasías de mujeres!, propensas a soñar.
Así que decidieron volverse para casa
y dejar la ciudad.
Cuando iban de camino, se les unió un paisano,
con muchas ganas de preguntar.
Hablaron de la vida y la muerte de Jesús el Nazareno.
¿De qué iban, pues, a hablar?
Pero él se sabía de corrido la Escritura,
la Ley y los Profetas, y al citar
los textos del Siervo, de Isaías,
había en sus palabras un temblor especial.
Se les hizo de noche en el camino
a la aldea de Emaús, y al llegar,
invitaron al sabio compañero de viaje
a dormir y a cenar.
No tenían ni poco ni mucho preparado,
y sacaron un condumio frugal.
Cuando aquel invitado, presidiendo la mesa,
bendijo, partió y repartió el pan,
se les abrieron los ojos como platos
y vieron que el Maestro se esfumaba del lugar.
Sin quedarse en Emaús aquella noche,
hicieron el camino de vuelta en un tris tras,
y contaron al grupo de discípulos,
ocultos por miedo a los judíos,
lo que les acababa de pasar:
¡De cómo le habían reconocido
en el partir el pan!