(Mc 4, 30-32; Mt 13, 31-32; Lc 13, 18-19)
Jesús, el profeta, que gustaba hablar en parábolas
que explicaba después a sus discípulos,
compara el Reino de Dios
con el proceso del grano de mostaza
-¿brassica nigra?-
sembrado en la tierra.
La más pequeña de todas las semillas
-metáfora familiar judía-
crece y se hace mayor que todas las hortalizas,
y las aves del cielo
vienen a anidar bajo su sombra.
Es decir, el Reino de Dios
crece y se expande
en la experiencia humana,
pero no es un producto del esfuerzo del hombre.
Minúsculo e insignificante en un principio,
una fuerza secreta le hace llegar
a todas las tribus de Israel,
a todos los gentiles,
y a la humanidad entera.
El mismo Marcos, primer evangelista,
poco antes (4, 26-29),
ha querido explicar, a su manera,
la parábola del Maestro sobre el Reino de Dios.
Lo compara con un hombre que echa un grano a la tierra;
duerma o se levante, de noche o de día,
el grano brota y crece, sin que él sepa cómo.
La tierra da el fruto por sí mismo:
hierba primero y luego espiga,
después trigo abundante,
al que se mete la hoz en tiempo de la siega.