( Mc 12, 18-27; Mt 22, 23-33; Lc 20, 27-40)
Un grupo de saduceos, fieles a la Torá,
que no creían en la resurrección de los muertos,
le hicieron a Jesús una pregunta sutil:
En el caso de una mujer,
casada con siete hermanos sucesivos,
muertos sin descendencia,
según la ley del levirato,
en caso de resucitar,
¿de cuál de ellos sería su mujer?
(Ellos querían decir que, si Moisés
hubiera creído en la resurrección,
no hubiera sancionado institución tan contradictoria).
El Maestro, superando la casuística, y la trampa dialéctica,
es con ellos poco complaciente:
-¿No estáis en un error, por no entender las Escrituras,
ni el poder de Yahvé?
Pues cuando resuciten,
ni ellos tomarán mujer,
ni ellas marido.
sino que serán como ángeles en los cielos.
De socarrones pasan a estar socarrados:
¡ignoran el inconmensurable poder de Dios!
El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob,
Dios no de muertos, sino de vivos
(es decir, resucitados)
-definición permanente en la Torá-,
liberador de su pueblo del poder de la muerte,
mediante el éxodo final, definitivo,
de la prisión de la tumba,
fue, es y será
siempre el protector y salvador de Israel,
y conducirá a los suyos a la tierra prometida
de la vida sin fin.