«Ladrón de bicicletas»

 

                   En la espiéndida serie  de películas que 13-Televisión-COPE nos ha ido ofreciendo, todos los viernes de la semana, desde el comienzo de curso, pudimos ver ayer uno de los capolavori del neorrealismo italiano, titulado en su original Ladri di biciclete (1948), como en la novela original de Luigi Bartolini (1945), que la inspiró, adaptada  al cine por el genio de Cesare Zavattini y dirigida después por el genio de Vittorio de Sica. Con Roma, cittá aperta (1945), de Rosellinim, y La Strada (1954), de Fellini, son mis tres preferidas de esa Edad de oro del cine italiano.

Llegué a Roma diez años más tarde, en plena vigencia del movimiento cultural, expresión de una realidad posbélica de la Italia derrotada, en los años del hambre y en los primeros avances de  reconstrucción y restauración, en un país partido caso en dos entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista más otras fuerzas de izquierda, amenazado durante decenios por el terrorismo anarquista y de extrema izquierda y derecha. Me suenan cerrcanos los lugares de la película: el túnel del Giannicolo, Piazza Vittorio Emanuelle, Porta Portese, Lungotevere… No se me hacen muy lejanos, aunque, al final de los cincuenta, Italia comenzaba a  ser otra cosa, los episodios del sindicato católico, la casa de lenocinio, el comedor religioso de los pobres, la influencia de magos y adivinos, la recogida de la basura, la suciedad de calles y plazas, la prevalencia de la bicicleta frente a los autobuses abigarrados, la expansión desoladora de los barrios…

El neorrealismo, en el cine como en la literatura, es esa forma de ver la realidad errante y oscilante, que opera por bloques y con nexos deliberadamente débiles y acontecimientos flotantes. Errante, oscilante, débil y flotante es ese inolvidable protagonista (Antonio Ricci), interpretado por un no profesional, y su hijo (Bruno Ricci), ese niño ya prodigioso en la historia del cine, elegido por De Sica por su manera de andar. Historia del robo de una bicicleta, un medio, sine quo non, para poder trabajar de fijacarteles un pobre parado, cuya familia ha empeñado las sábanas de la cama para poder rescatarla de un empeño anterior. Antonio ve al joven ladrón, pero en el laberinto del tráfico de Roma no puede detenerlo. Todo el resto de la película es la búsqueda angustiosa de esa bicicleta y del ladrón, real o supuesto, de la misma. Nunca se buscó algo en la vida del cine durante tanto tiempo, con tal pasión, con tal angustia, como que la vida del padre y del hijo se convierte en una maratón continua por toda la ciudad en su búsqueda, con las más variadas y peligrosas peripecias.

Fallidos todos los intentos, y visto, como apunta André Bazin, que los pobres se ven obligados a robar a los pobres, Antonio cae, después de vueltas y vueltas, de silencios y silencios, en la tentación de hacer lo mismo que han hecho con él. Con un muy distinto resultado: le cercan y le detienen pronto, y, aunque se compadecen de él y le dejan marchar, el hombre pobre acaba siendo un pobre hombre, un ladrón vulgar delante de todos, y delante sobre todo de su hijo, que deja de ser, en ese momento, el héroe y mártir que era, para acabar siendo un delincuente más, befado, insultado, golpeado públicamente por todo un grupo de gente. Ese apretón final de manos entre padre e hijo, que vuelven cabizbajos hacia su pobre piso de barrio, no es tal vez un contacto paterno-filial de mutuo apoyo, o el gesto animoso del hijo hacia un padre acabado, sino la expresión de una simple camadería de quien ha dejado de admirar, tras la trapisonda, a quien hasta hace poco era para él un modelo de vida.