Una de las partes, muy importantes, peor tratadas de la misa, dominical o no, son las lecturas. Conocedor de muchas parroquias e iglesias no parroquiales, y participante de no pocas celebraciones muy diversas, apenas si encuentro alguna excepción. Leídas a menudo mal -no digamos, cuando los lectores son niños o personas muy mayores-, mal pronunciadas o entonadas, a veces por medio de sistemas de audifonía detestables, raramente los fieles se enteran de qué se lee, por qué se lee ese día ese fragmento, qué sentido es el suyo, cuándo y dónde está escrito, para qué, etc. Por ejemplo, qué es ese libro de la Sabiduría, quién es ese profeta Amós o quiénes son esos corintios… Así que la gente que llega, con frecuencia, tarde, no se pierde, la verdad, mucho. Cuando las lecturas, tanto del Nuevo como del Viejo Testamento, entre una feligresía tan ignorante de la Biblia como es la nuestra, son continuas, uno que no haya oído con mucha atención las anteriores, se queda a la luna de Valencia, sin saber siquiera de qué va la cosa. No suele haber la más mínima introducción, explicación, ni siquiera síntesis; ni se explica la relación con el evangelio del día. Por no hacerse nada o casi nada de todo esto, no se hace ni en los funerales, que han venido a ser como la misa dominical obligatoria de antes para la mayoría de católicos de hoy. Una pena. Una gran pereza eclesiástica. Una ocasión habitual fallida. Sin que nadie parezca inquietarse ni menos pre-ocuparse de todo ello.