(Mt 5, 1-3, 6; Lc 6, 20-21)
Los macarismos, o clásicas bienaventuranzas,
eran en Egipto, Grecia e Israel
una forma específica de enseñanza sapiencial.
El sabio maestro enseñaba qué acción o qué actitud
trae la felicidad genuina y duradera:
¡Dichoso aquél...!
En los Salmos y Libros sapienciales,
en Tobías y Daniel, en Henoc y Qumrán
aparecen de continuo los gritos y lemas de la dicha.
Jesus de Nazaret, maestro a lo divino,
predicador de un Reino escatológico,
se sirvió también de macarismos
a fin de confirmar el anuncio del Reino.
Viendo una tarde la multitud que le seguía,
en las cercanías de Cafarnaún,
se sentó, rodeado de discípulos,
y en voz alta glosó la dicha de los nuevos elegidos:
Dichosos los pobres,
porque de ellos es el Reino de Dios.
Dichosos los afligidos,
porque serán consolados.
Dichosos los hambrientos,
porque serán saciados.
Son las expresiones más seguras de Jesús,
no compuestas después por los cuatro redactores,
ni hechuras de la iglesia primitiva,
que añadió macarismos similares.
Salieron de la boca del Maestro,
que predicó a la gente la inminente venida del Reino de Dios.
Aquello que no hicieron los jueces y reyes de Israel,
aquello que salmistas y profetas exigieron,
lo hará Dios cuando el mundo presente llegue a su final.
Dios mismo es la razón suficiente de la acción salvadora.
Los dichosos de Jesús, los pobres, los hambrienos y afligidos,
no son mentados por buenos y virtuosos,
por ser acreedores a justas recompensas:
es Dios quien viene a invertir su desgracia y desamparo,
porque nadie quiere y puede hacerlo más que Él.
Es la inversión más grande y relevante de la historia.
La expresión más recia y sorprendente del Reino que vino a anunciar.